Ya no siento los años como en aquel tiempo del carnaval que terminaba en la cuaresma, nos ataba con cruces de ceniza y vestidos de luto hasta el viernes santo.
Mi tía Herminia, tras la última noche de su jolgorio, asumía cara de aburrimiento, maquillada ojo a ojo y coloreteada, ese aspecto conocido se trasteaba a líneas de forastera con cara difícil. Sospeché que dormía parada. Madrugaba con manto italiano y perfume de altar a la meditación de los días del sacrificio.

Aquellas caras de cuaresma recuerdan momentos que no están en ninguna parte, época de la violencia y duelos, los días espirituales en Marsella o Popayán, iban con ritmos a otra velocidad de la que la gente habla; las oraciones tras el color cuaresmal, traían el miedo de encontrarse ante el espejo con la cara real, el sueño traía una sensación de muerte cercana y maquillajes que ajaban las noches con miedo al sepulcro.
El siglo XX adoptó el reloj que pulsó las horas con campanadas de iglesia, un tiempo medido con oraciones. Tras los años hacia capitalismo y la productividad, tic tac en el despertador, señales de status y esa estadía que mide las tareas y los días con un orden monótono y diverso.
Nuestro peso y crecimiento variaban con el metro de mamá y la romana de la compra de café de papá cuyo uso perduró hasta la mañana cuando los kilos de Aleyda rompieron el costal.
El péndulo iba y venía hacia la penitencia y la meditación. La fiesta sagrada y Jesucristo, rozaban silencios, vigilias, ayuno y abstinencia. La cuaresma era el viaje del diapasón que se reventaba el domingo de resurrección. Desde la cuaresma a la pascua en el pedal de la máquina Singer de mamá, se movían tiempo y moda, ritmo que nos mecía en los fanatismos de la gente con ese murmullo de oraciones que a veces duermen y en otras relajan el pensar que desatan las conexiones ocultas de la vida.
En Semana Santa las mujeres piadosas estrenaban: elegancia, luto y uniforme, o modas discretas con telas finas. En la pascua eran las putas de la Calle del Morro quienes usaban vestidos nuevos. Las hijas de la impiedad siempre encargaban lo que estrenaban para el domingo de la resurrección de Cristo.

Los mejores vestidos se lucían en la Calle de El Morro, el taller de mamá movía un agite intenso de pedales y vueltas de boleros ornados con franjas y puntadas, pegábamos botones y lentejuelas, las damiselas querían presentarse renovadas para los hombres desenfrenados que bailaron y fornicaron, habían sufrido su penitencia con promesas al redentor y se sentían vacíos, su completud se daba al exprimir sus culpas en la vagina sagrada del origen de la vida y el placer.
Tiempo bendito en comunión de católicos y remojado con licor, tronado con chirrido de catres de prostíbulo. Ese mismo péndulo volvía a reventar el hedonismo en los días de la cosecha del café.
2 respuestas a “Peso, ritmo y diapasón del tiempo cuaresmal”
Maravillosa tu relato, que nos hace vivir aquellas cuaresmas colombianas, no tan distintas de las que hemos vivido los que fuimos niños en el Madrid de aquellos tiempos cuaresmales rigurosos, en las que no sólo por los preceptos de la Santa Madre Iglesia, sino también por la carestía de la posguerra, comer carne era lujo. ¡Ay, cómo acabábamos hartos del bacalao con patatas!
Luego llegaba la Pascua y los huevos duros de las «monas» encerrados en un bollo que mojábamos en chocolate espeso.
De como se vengasen los adultos de las semanas pasadas, de eso los niños no nos dábamos cuenta…
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Me recuerdas las semanas largas, lentas y olorosas a incensario. Pascual Ledesma un adolescente se estacionaba a observar el desfile de los santos y el cura con sus trajes pesado deslumbrantes. ¡Que sagrado es esto! exclamó, es solo otro desfile de carnaval con otro significado. Nos alelamos con esto y la semana que viene será el desfile de pecadores. Se lo había anunciado el abuelo.
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