Temprano. Desde el mirador de la casa de la Señora Thomasa Barros fisgoneo, al balcón del otro lado de la calle asoma un traje de gimnasta, anchísimo, me da ondas con una mano.
Una hamaca de siete colores, típica de San Jacinto – Bolívar, lo columpia anudada en soportes endebles; ese andamiaje pide limpieza, sanear sus fisuras y agrietamientos, se queja desde el dintel. Presiento una caída, una lesión en su culo al momento menos pensado. Lo mece su primera faena cotidiana. Con parsimonia toca, crea y modifica una composición; notas que una a otra quiere saltar, romper el pentagrama y volar con el viento que ondea papeles. Un ensayo en clarinete cuelga con gancho del atril. Infla unas mejillas y la hamaca acomoda sus hilos en forma y hechura del arpa de unas costillas que empujan acompasadas el ritmo con soplidos.
En la calle los lugares concurridos y vacíos esperan lo que habrá de ocurrir.

Dejo de lado el olvido, miro a la señora Thomasa Barros y me arrimo a su memoria. —Un lugar vacío en la calle puede aspirar a todo— predice ella y continúa: —Lo ocupará el movimiento trabado de una pelea de borrachos, espérala. Luego una tenida de poetas se animará más allá en el banco de la esquina; y más tarde, una cruzada de evangélicos perturbará el vecindario en ese lugar bajo el almendro, es su espacio de misión, allí pregonarán su paraíso bajo la sombra de las espadas de una devoción que llena la intimidad con ruidos de trompeta de megáfono. Esta calle tiene su libreto—.
Fue antes de despedirse para fijar su residencia por unos años en Nueva York cuando visitó a los niños. La señora Thomasa Barros, viuda inquebrantable que sin esfuerzo pone un brillo en sus ojos y me pone silencioso al escucharla con su actitud más normal, guiada por un séptimo sentido, usa palabras con tono suave. Esos ojos se velan sensitivos cuando me dice que visitó a los hijos de mis abuelos Emilio y la niña Sara, que habían fallecido en ese año: —les llevé algunas cosas—. Comprendo su mirada mientras se refiere a las circunstancias de orfandad de mi padre y Clarita mi tía.
—Observé con asombro la apariencia de Zenaida, la niña mulata cantadora. ¿Recuerdas de ella?.. Zenaida de la Hoz Cardale, fue quien tomó a su cargo a tu tía Sarita y a tu padre Emilio. Lo hizo por lealtad, por admiración y por cariño, y en recuerdo por todo el aprendizaje que le transmitió el señor Emilio Palacín, él le infundió la fe en sí misma y la visión de ser en un mundo más abierto y universal—

En el andén las mariamulatas juguetean y vienen al balcón, buscan alpiste, toman agua y fruta que ella había puesto a primera hora.
—Cuando visité a los niños en aquel lugar donde habitaban… ¡Zenaida era tan chica y sola para sobrellevar esa obligación! Estaba animada en el rincón de la cocina, la observé sin que lo notara y me pareció la más indefensa entre los niños del hogar. Pelaba el ñame del almuerzo para seis residentes de la casa; pero ese sitio, eso no era casa, era solo un cambuche—.
La señora Thomasa miró las aves y sus vuelos hacia una torre de la ciudad donde sus amigos sucumbieron a sus enfermedades. Señaló y me mostró en la calle una chica, tan elegante como ella, pasaba cargada con un recipiente con peces de colores y después dijo: —Así como esa chica era Zenaida cuando la visité. Apenas percibió mi presencia de extraña, se levantó, arregló la franja exterior de la blusa amarilla, pulió las listas de su falda, me miró con esa profundidad que mide el interés de una interlocutora interesada en su situación y sus palabras descubrieron su desamparo; pero luego, habló y habló, habló de su futuro y me hizo una edificación promisoria. Construyó con palabras bien informadas los planteamientos de las constelaciones que a lo largo de los años la llevaron a cantar en ciudad de Panamá, Puerto Rico y Nueva York donde se radicó cuando el maestro José Bendito le entregó su mundo de relaciones.
— ¿Esa era Zenaida?… ¿La Palenquera, la callejera que vendía frutas con su canto y a quien mi abuelo le enseñó el baile y el canto flamenco?
—Era ella. La misma muchacha. Esa mujercita era árbol frondoso que llegó del campo a plantarse en una ciudad extraña con gente desordenada y despiadada. La violencia le impuso su carga de marginalidad y le otorgó una nueva obligación con los dos niños huérfanos que ella no podía abandonar; ¿Por qué habría de hacerlo?, si estaban tan solos como ella. Los socios de su abuelo les negaron sus derechos. Su amigo, el Compositor José Bendito, se había enfermado cuando se fue para Medellín a responder por unas obligaciones y exigencias de contratación con su disquera y en busca de una mejor atención a sus quebrantos—.

— ¿Y ella? La imagino muy triste y sola.
—Quedó aquí. Era valiente y amaba a los desamparados. Habló con los socios de los huérfanos y no logró tan siquiera una casa para su habitación. Les cambiaron la armonía de la calle donde vivían por ese contraste de solares de tugurio donde la encontré entre su cambuche de cartones, paja, tablas, cajas plásticas y basura. Eso es todo cuanto supe de ellos antes de mi viaje a Nueva york. A los días, antes de partir los busqué y se me habían desaparecido completamente del escenario de la ciudad.
Le hablé de cuando mi padre me contó sobre esos mismos días de su niñez con la familia vecina en el cambuche al lado de manglar donde baja y sube el mar. Él decía: —Allí al lado vivían otros niños y personas de una familia que llegó del Sinú por amenazas de muerte. Pero Víctor Moscareta, el padre y cabeza de la familia, decidió regresar al día siguiente de su llegada porque quería conseguir quien se encargara de su tierra. Quiso sacar un cultivo de arroz y ñame, además de algunas pertenencias; y, al regreso, en el camino de la vereda, fue muerto a tiros por quienes se quedaron con su tierra—.
—Otra de las historias trágicas. No quisiera transcurrir un año más escuchando la violencia; los hombres matan por ambición, por venganza, a veces por celos. También matan por costumbre. Ese camino por donde las muertes son de otros, a veces, porque no son las nuestras hasta que pisan nuestro patio—.
—Eso decía mi padre. Ni esa familia, ni nadie nunca denunció lo ocurrido; su predio, cambió de dueño en una conexión corrupta entre violentos, todo ilegal pero empapelado con notaría y oficina de registro. Desde entonces la única preocupación de su viuda fue sacar adelante a sus siete hijos—.
—Sí, Zenaida me dijo algo de eso. No le hice preguntas por temor a recordarle cosas malas. Ella llevaba los niños a la calle cuando vendía sus frutas. Se levantaba y les hacía conocer la ciudad con su canto de ventera de frutas, cantaba y la gente salía a esa voz para escucharla y conocer sus versos nuevos, vendía y vendía y con esa voz de canto les explicaba todos los tramos de Cartagena.
—Mi padre decía que Zenaida era la cantadora más reconocida, que crecía con ellos y que con el apoyo de sus vecinas y de sus hijos les daba a todos los ánimos de la vida para seguir adelante—.
3 respuestas a “Zenaida”
Walter Barney
Me encantó esta novela, por cuanto un personaje de la vida real, como Don Emilio Palacín, con su pluma adquiere otras dimensiones, muy merecido ese premio.
Me gustaMe gusta
Me parece muy interesante te felicito
Me gustaMe gusta
Reblogueó esto en My Journey through the lens of my camera.
Me gustaMe gusta