Dormido o sonámbulo aún, Rodrigo amarró sus tenis, subió sus medias y la infelicidad le despertó. No conseguía dormir, la tenía atravesada entre los párpados, si pudiese le habría gritado que se largara, aunque lo ataba desde los recodos de la memoria hasta la garganta.
Diana Sánchez dormía apacible, relajada, sin preocuparse, su piel morena contrastaba en la sábana, pelo suelto, sus cobijas caían al piso y el tiempo del universo adecuado a su sueño. Soñaba con el marido bohemio de su abuela Betsabé, una mestiza de un Isla del caribe, que atolondró a los hombres del mar con el volcán perpetuo de sus senos y su imagen divina nacida en el círculo de la inocencia.
Cuando Mena la enamoró perdidamente, los pescadores celebraron un ritual para los expulsados de su corazón y bautizaron por segunda vez con su mismo nombre a las dos colinas pequeñas que se encuentran en la isla: “Las mamas de Betsabé”. En honor a una disputa entre mujeres: ella con María Salazar, homónima de una heredera de la isla, en cuyo honor los nativos habían nombrado una laguna fecunda de manglares.
El Negro Mena había cortejado a la Salazar cuando en la playa, una sinfonía canora de los Ibis, gavilanes, tijeretas, pelícanos y cotorras margariteñas, animaron ese enamoramiento fugaz del que nació un niño llamado Antonio. Betsabé se enteró y le increpó celosa con desconcierto de avidez y temor en la esquina de la Asunción. Él la escuchó malicioso y con su coquetería de macho cabrío, le aplacó sus celos con un beso que la transportó en delirios hasta las ruinas del Fortín de Santiago de Caranta, con el frenesí suficiente para dejar sus huellas esculpidas entre una muralla de sombras que se recortan aún entre los viejos escombros del ataque violento del pirata Enrico Boduino cuando destruyó el castillo en 1626.
Ahí estaba Rodrigo Buitrago, abstraído y desencantado, la cabeza recostada peleando con todas esas cucarachas que le lamían el cerebro, contemplándola dormida entre encajes de espumilla, su esencia igual a cuando la conoció al pie de un toldo el día de San Isidro, moviéndose entre las fritangas con sus rasgos de forastera y los orgullos de sus dones puestos encima; ella en su ensoñación, continuaba en la euritmia de sus alucinaciones abstraídas con las historias de su abuelo.
El abuelo Antonio Mena era un dicharachero que recorrió medio mundo metido entre cocinas de hoteles de lujo y arenas lúcidas del Caribe. Aprendió las sazones de la culinaria criolla como ranchero del ejército nacional en el batallón Palacé donde conoció al mayor Rojas Pinilla, el mismo chafarote que un trece de junio se apoderó de la presidencia de la nación colombiana en nombre del ejército para aplacar los odios y matanzas entre los conservadores y liberales.
En sus primeros actos de gobierno del coronel general, nombró a Mena cocinero oficial del palacio de San Carlos, allí aprendió los protocolos del poder y entre los cocteles, sazones estatales y la cocina internacional, cautivó a la primera secretaria del consulado de Alemania, Etell Sagawe, una maguntina con quien ulteriormente tuvo dos hijos. Todos los siglos le dieron la razón cuando la hizo desvariar entre los cortinajes del enamoramiento; porque, entre un negro valluno de Cartago y una blanca aria, si se podría prender una de las enfermedades más jodidas y traicioneras que registra la historia de la humanidad: la seducción carnal mutua.
La llevó a Cartagena de Indias un fin de semana de octubre, en el Bodegón de La Candelaria, casa de una de las familias más tradicionales del puerto, la deslumbró con palabras melosas y la sumió en la búsqueda de una quimera en el mismo salón donde Fray Alonso de la Cruz vio aparecer a la Virgen de la Candelaria, patrona de los Cartageneros. En esa casona, bajo el ambiente creado por una cuidadosa restauración y su exquisita dotación, le preparó langostas, filetes de pescado, carnes, aves con sazón tropical y caribeño y con estos platos la circundó con un estandarte de degustaciones. Sus besos no sabían a nada, pero la vida era un valle de sabores y ella quería perseguirlo hasta el final de un mundo donde su deleite le requería en todas sus pesadillas, todas las ciudades que había visitado eran un poco de esas sensaciones gustativas y las olfateaba como una gata por los entejados, sus glándulas salivales se agitaban y su boca era un milagro de la humedad salitre del mar del Caribe.
El General Rojas Pinilla abrió una nueva oportunidad a la vida de Mena; desde el exilio, le ayudó a obtener un lugar en el Hotel Hilton de Bogotá, meses después del diez de mayo, cuando su jefatura suprema fue depuesta por la insurrección estudiantil y un paro cívico nacional. En el Hilton de Cancún, Mena apreció el alma de la tradición maya y la sabiduría de los antepasados aztecas, arquitectura bella del lugar y la suntuosa simplicidad para la vida entre sus aposentos de alquiler.
En la Península de Yucatán y frente al mar Caribe, en un juego de golf, conoció a Marisela Bethencourt, una dama jamaiquina descendiente de piratas bucaneros y balleneros normandos. Le abordó con la firmeza arrolladora de un raudal con su cauce desbocado entre gargantas profundas. Guisó platillos para ella con la reverencia para una deidad. En el restaurante Spices se le demostró como un gran chef, combinó el estilo de la cocina regional y los ingredientes naturales autóctonos para acrecentar los sabores mexicanos, los unió con la culinaria de Italia y las más finas carnes de Estados Unidos, preparó pizzas al horno de leña, y una colorida variedad de viandas, el visado suficiente para ahondar su experiencia gastronómica.
Marisela sucumbió entre sus aromas y sabores y fue su consorte oficial en la Habana, San Juan de Puerto Rico, Ciudad de Panamá, Ciudad de México y Madrid, donde fijó su residencia con los dos hijos de su idilio con Mena.
Mena había perdido el rastro de su hijo Antonio, un primo de María Salazar le indicó donde encontrarlo en la Isla de Saint Martin, requirió una temporada de trabajo y en esos días enamoró a Milena Negrette, fue en una visita fugaz a St. Barths, viajó en un catamarán para visitar las islas vecinas y en su encuentro turístico se alucinaron en una jornada de buceo, un santiamén bajo del agua ante un coral rosado, se miraron entre la claridad asombrosa del mar y su gama de bellos peces, siguieron ligados en sus miradas a lo largo de las playas blancas y en los colares de arrecifes, esa noche le ofreció su nueva gastronomía, una mezcla de cultura indígena, europea, africana y asiática; su intenso sabor y aroma, empleó clavos, nuez moscada, vainilla, carne de cerdo con guarnición de champiñones, un postre helado de frutas tropicales y la bebida típica de Martinica, ponche compuesto de cuatro partes de ron blanco, una parte de licor de caña de azúcar y zumo de lima. Finalizaron desnudos y comenzó un espejismo lujurioso, Mena bañaba sus pechos de sirena con vino francés, besaba sus muslos suaves y turgentes, ella sentía sus ovarios incandescentes y quedó ligada a Mena con una sucesora que compartía quince días con su padre durante dos veces al año.
A cierta temporada, Milena adivinaba cada llegada de Mena cuando los colibríes y flamencos coincidían en los árboles en un recodo de la playa, entonces se descomponía, quería ser libre y también lo deseaba ardientemente como si hubiese dejado un dardo con punzadas de efusión en sus profundidades, pensaba que la solución para todas las cosas era ajena a él y un apego a esos ratos de vida mutua y plena cuando el control sobre sí misma se escapaba completamente.
Un sentimiento semejante experimentaba Laura García, amante panameña de Mena a quien conoció en la piscina del Hilton, leía sobre la vida secreta de las flores que aprendió a querer cuando acompañaba a su abuela a depositarlas en las tumbas de sus antepasados hasta cuando falleció, estaba triste en Boston y llegó al ambiente del hotel para distraerse. Mena le saludó y pronto estaban conversando sobre los jacintos con hierbas con que los neardentales enterraban a sus familiares, luego intercambiaron sus emotividad sobre los aromas y como lo mejores perfumes incorporan, aunque en proporciones muy reducidas, orín y heces.
Para contrastar las sensaciones durante su conversación Mena, le invitó a saborear sus nuevos manjares. Le preparó una ensalada de flores: Salteó judías con mantequilla, las sazonó y en un plato hizo con ellas una cama, sobre esta colocó lechugas limpias y picadas, encima las flores también picadas; escarola, berro, pensamiento, caléndula, pétalos de rosa, claveles, sésamo, un poco de sal y espolvoreó la ensalada con sésamo. Luego una luna llena y noches largas, días vacíos y meses con desespero.
El enamoramiento final de Mena fue de una jovencita nicaragüense, estaba sentada desnuda en un riachuelo de agua caliente, olía a menta, le enseñó la senda que había vivido y ese cambio genético fue beneficioso para ambos, les llenó sus vacíos por unos días, luego fueron problemas y problemas.
Diana Sánchez Mena despertó desorientada de un sueño, se vio cuando lloraba entre las calles y portones de las ciudades donde su abuelo conquistó a sus mujeres, se derrumbaban paredes, siete hogares felices e infelices según sus tramos, cada uno a la distancia apropiada para que todas sus hembras le amaran ardientemente y le esperaran inocentes después de cada uno de sus viajes de ronda por la gastronomía del mundo y sus intimidades de alcoba, como si fuera la primera y la última vez. Lo comprendió en esa posesión de veterano y jubilado, compartiendo sus conocimientos sobre los viajes legendarios y sus anécdotas sobre los personajes insólitos a quienes cocinó sus platos más exóticos; riéndose de sí mismo con sus amigos ya viejos desde su infancia, en las cantinas de la zona Rosa de Pereira.
Mena en medio de una borracheras oceánica, escudriña entre sus documentos la fotografía de cualquiera de sus mujeres, la observa con ternura y exclamaba efusivo: ¡mi mujer y mis hijitos de Panamá!, o, ¡mi mujer y mis críos de La Habana!…, Cancún, Madrid, Maguncia, Managua…., y, en el fragor de un torbellino etílico emprende el itinerario en busca del tiempo perdido con las sangres, los placeres y los sabores que sus andanzas le ordenaron visitar.
Diana entrecerró los ojos, evocó por un instante la ausencia de su padre, seminarista perdido, amansador de potros que terminó como asistente de un capitán de navío, lo conoció ligeramente, siempre desorientado entre las travesías de los trasatlánticos y los afectos ligeros y embriagantes, hembras repentinas en las calles de pueblos de paso o en islas sin evocación alguna; las presiones en su semblante se relajaron tenues cuando se reveló el recuerdo de su madre transformando telas en distinción para damas profesionales, cautiva en Pereira entre los trajines de una planta maquiladora de ropa Liz Claiborne, siempre dispuesta a darle todo, le compensó en su desamparo aquella ternura de la crianza dada por su abuela…
Diana miró a Rodrigo entre un punto ínfimo y brillante del universo en sus ojos, tan parte de él, sintió sus propios pies cansados encima de una tierra donde trajinaría por entre los barriales de la humedad generada por mil llantos, pensó que ninguna de sus células sufriría por su cuenta, solamente una parte esencial de su propio ser existe por autonomía: su inteligencia.
Meditó despacio, en realidad su mente no era más que el fulgor de la energía solar entre una gota de lluvia, o una migaja de recuerdos y sueños milenarios, codificados en la cadena de una condena a un tipo de vida insoportable, donde los hombres son libres y las mujeres esclavas de sí mismas con sus imaginarios de un hogar con hijos y un varón responsable, ella se negaba a ser para Rodrigo ese tipo de estrella, adorable unas veces, lejana en otras, como una enana blanca en los límites de la vía láctea; o quizá, una estrella invisible de las llamadas agujeros negros, cuya fuerza gravitacional ni siquiera deja escapar su propia luz.
Ella no valdría nada en ese tipo de vida, no podría transmitir una idea, una emoción o un sentimiento, si antes no lograba desnaturalizarlo, él no podría absorberla con su poder de asteroide perdido y atrapado entre una energía elíptica en cuyo recorrido era incapaz de escapar de las rutas donde quiere conseguir el dinero fácil.
Eso pensaba cuando entendió un miedo semejante en el punto ínfimo del universo que fulguraba en la mirada de Rodrigo, ambos estaban sin elección, sus vidas eran crucigramas sin terminar, y, en el mismo instante, ambos cerraron sus ojos y disfrutaron el reglamento de los sueños rotos para echarse de menos.
Una respuesta a “SUEÑOS ROTOS”
Walter Barney
💯👏👏👏 felicitaciones, su narrativa es grata.
Responder3 h
Mildrey Alfonso
Que belleza de narrativa, que de colores, y sensualidad. Es hermoso!!
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