¡Que trasnochón tan hijueputa! Comenzó la noche con paseantes curiosos, se interrogaban a si mismos desde su infancia hasta los vericuetos de la fortuna como mineros ilegales en las laderas de los Farallones de Cali. Se hablaron acerca del viento, la brizna que golpea desde el Pacífico con el calor húmedo, la contienda y el conflicto que permanecen en nosotros con las noticias de mi país.
Esta noche, mientras repaso apuntes y las “Hojas de Hierba” de Wall Whitman, me interroga la mirada de un gato.

En otros tiempos y lugares, decía en su lengua quechua Alveiro Salamanca, un paisano Yanacona de San Sebastián-Cauca, doctorado en agricultura andina: En Colombia el sur está arriba y el norte es hacia abajo; esa idea se ha repetido allí, mientras recordaba una conversación con los Mamos de la Sierra Nevada de Santa Marta; allí dicen lo contrario, en este país el norte está arriba y el sur es hacia abajo. Ambos con razón porque un sur y un norte como los concebimos, no corresponden a los universos ancestrales indígenas.
Las aguas están en todas las dimensiones de la vida, aún entre la sequés que mencionaba una mujer de San Juanito, donde don Mesías me ofrecía una vasija con guarapo de la que debíamos tomar los visitantes dos sorbos y cada uno devolver uno a la misma totuma, desde donde bebería el siguiente, como señal de unción con su poblado, que está en un sitio alto y seco del cerro La Monjita, arriba del Río Mayo, donde la sequía dura tres años con remolinos calientes, los vientos caen de un cielo con llamas que calcinan tierra y vegetales, agotan la vida humana hacia estados de indigencia.

Allí, si consiguen unas monedas, es porque hubo una pepita de oro en la tierra lavada de abajo, cerca al rio Patía. Mesías porta el fuego en el cañón de un arcabuz, esa arma sagrada que tomaron sus antepasados de uno de los invasores españoles de Sebastián de Belalcázar cuando los despojaron su territorio, la dispara para despedir a sus muertos y como buena señal cuando el firmamento anuncia la lluvia de cada tres años.
Mi cuerpo es la tierra, mi sangre es el agua, mi alimento es el aire y mi espíritu es el fuego; me los decía Jacinto, un líder de los muchachos indígenas Chimimilas que vagan por las sabanas con todos los climas y territorios desde la sierra Nevada de Santa Marta hasta Tacaloa, al norte de la zona de La Monjana que forman los ríos Magdalena, Cauca y San Jorge. Son el pueblo ancestral más perseguido en toda la historia colombiana.

En el universo Muisca, el espacio y el tiempo mítico que da a conocer el antropólogo José Rozo Gauta en sus libros, tiene desde arriba la energía que crea a todas las creaturas y hacia abajo se marca hasta un centro de la tierra Mama donde se llegará al final, que es a la vez el principio de todas las cosas, allá se encierran y expanden energías oscuras y desconocidas que hacen brotar la ceniza que fecunda el suelo. Esa ceniza que recuerda un rito católico desde una costumbre originada en los pueblos donde en las antigüedades surgieron las ficciones judeocristianas que corrían entre el agua desde el nacimiento del rio Nilo.
Es vida sin noción de cielo o infierno, sin norte y sur, sin aquellos mitos que trajeron los sacerdotes españoles para someter aquella cultura indígena con la espada y la cruz. Decía mi abuela Carmen Vargas, quien es mi ancestral muisca, Bagüe es la madre de todas las divinidades y su energía crea en todas las dimensiones.

San Sebastián es un poblado que está en un allá cercano a donde nace el agua en el corazón del Macizo Colombiano, un allá entre ráfagas del viento que forma las lluvias y la neblina que acaricia gota a gota los musgos y frailejones, su energía es la humedad que forma lagunas donde brotan los ríos: Magdalena, Cauca, Caquetá, Patía y Putumayo.
Escribe Wade Davis en “Magdalena, historias de Colombia”, un libro que me trasnochó para hacerme recordar andanzas. En la cultura Tairona, los Mamos de la Sierra Nevada de Santa Marta, bajaron desde las tierras nevadas, donde son sus pobladores desde las alturas hasta el mar, recorrieron la Ciénaga Grande, y desde la desembocadura anduvieron el rio hasta su nacimiento, salieron de la altura donde la montaña baja hacia el mar a buscar la altura donde nace el gran rio Magdalena. En esos millones de pasos el escritor encontró una perfecta convergencia de pensamientos y creencias donde todos los lagos y todos los páramos están bajo el cuidado de la Mama. La Madre de las aguas, deidad que evocan los Coguis, los Arhuacos y las otras culturas indígenas.

Sin terminar la lectura examinaba las notas de mis recuerdos, los mensajes de autores y personajes mencionados. Me interrogo, transito en los caminos de mi existencia sobre un sendero con forma de caracol, me lleva con elevaciones y me hunde sin atajos, recibo el regalo del agua y los árboles, el sonido de los animales, el ruido de las ciudades y las voces que intercambian su bondad entre los buses.
Agradezco a mis lectores.
Una respuesta a “Entre el insomnio y el agua un trasnocho de indio”
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