En el viaje al funeral, un primo hermano me presentó a su otro primo. Me habían avisado que la prima pereció bajo las piedras en un terremoto.
Mi tío jamás reconoció a sus hijas de una mujer con quien convivió bajo una carpa de refugiados por el desastre de otro terremoto. El primo quería verse con su parentela luego de salir con vida de una dificultad. Balacera con final cercano.

Con el viaje madrugan llovizna y tormentas a un pueblo entre montañas en las lomas al Pacífico. Parada en Buga ante el templo del Cristo Milagroso, oraciones en la misa por el aparecido y la difunta. Viajamos entre cerros, rastrojos y arboledas, casas desbaratadas, deslizamientos, grietas de terremoto. Daños que se prolongaban en la cordillera.
Con la devastación, había hombres apostados con armas a lado y largo. Otra emergencia, reconocí en ellos a varios primos de otra rama familiar, alguno perdido en un tiempo desconocido con su paradero; a pesar de eso, tan jóvenes como si los años y los temblores jamás hubiesen pasado por sus vidas.
Llegados donde mi prima difunta, saludé y llegó un pelotón de armados; me preguntaron quien era, mostré documentos y me llevaron prisionero. Me ataron a un guayacán junto a una escuela, al lado una grieta de la que salía humo azufrado. Habían hombres ancianos, jóvenes y gente conocida de quienes no recordaba sus nombres aunque persistían en mi memoria visual. Con ellos Fredy con otros parientes de Cali.
Entre guerrilleros y captores hicieron un anillo de seguridad para unas personas que llegaban, un círculo que se movilizaba al ritmo del movimiento de los personajes protegidos. Los cuidaban de sus enemigos y para que no se los tragaran las hendiduras de fallas geológicas abiertas por el terremoto.

Arribaron a la escuela por un paso entre tablones y andamiajes que eludían las oquedades, habría una reunión secreta, algo así como una convención de narcos. Estuve cerca y entendí, hablaban de sus negocios y asuntos como la reciprocidad entre sus escuadrones armados, su seguridad y la necesidad de imponer silencio en sus territorios hacia el Pacífico. Compartían un vaso del que tomaban una pócima para su inmunidad, un brebaje para que no les hicieran daño las balas y otras armas, era un preparado específico para ellos, por un brujo peruano, para hacerse invisibles a toda autoridad.
Cuando salían con sus maletines, asomaban billetes rojos y verdes. Un cojo con su muleta plateada, se apoyó en una señora enana, maletona, su barriga enchapada con un cinturón enorme para su estatura, en su hebilla de metal muy brillante relucía un botón de diamantes que al oprimirlo emitía un rayo láser enceguecedor para quien quisiera reconocerla.
Otro capo altísimo, muy flaco, era a quién más cuidaban al pasar por los huecos. Vestía con guayabera rosada y pantalón azul, el sombrero granate oscuro le ocultaba sus manchas de vitíligo en la frente y una nariz partida en dos durante una pelea en otro terremoto; sabía y combatía a sus enemigos, aunque estaba perdiendo la pelea con las células inmunitarias que destruían los melanocitos en su piel; iba con acompañantes semejantes, también vestidos con pantalones oscuros y guayaberas verde manzana, azules y blancas; todos caratejos, en cada pelea les aparecía un nuevo mapa del carate en cualquier parte del cuerpo.
Caminaban, el anillo escoltador se movía entre jovencitos aprehendidos para hacerles otro cerco. Los vecinos corrían cuando estos escoltas tocaban sus cuerpos con bocas de armas que transmitían el carate, a cada tramo el grupo transitaba con cambios de ritmo acordes con los jadeos de sus capos y sin desbaratar los anillos de protección.
Sin ser notado y fugazmente, me fui alejando entre la profundidad de una de las tarjaduras que partió un montículo frondoso de guaduas gordas. Con pocas personas, percibí cuando el personaje que me ceñía al anillo subía por el borde de mi atajo y me dejó hundido y solitario, aún rugía el terreno con estertores de terremoto. Corrí hacia una esquina en la entrada al poblado.
Me escondí en un callejón con casas derribadas. Me reconocí con familiares. Los seguí a la casa donde velaban a mi prima muerta. La habían depositado en lo profundo de una fosa abierta por el seísmo. Cerca estaba su fogón de leña a lado de la cocina del rancho, una ramada descubierta de sus hojas de cinc y cartones, la tierra del piso ardía, brotaban humo y chispas, candeladas. Mis primos rodeaban el hueco sentados en bancas de cedro.
Habían cubierto el cuerpo con piedras de colores que destapó el bramido del temblor, también se veía un cúmulo de cantos rodados de varios colores en el fondo de la fosa, le taparon con flores de monte, sentí su aroma llamado caballero de la noche, también emitían fragancia las azáleas de las seis de la tarde. En un un dedo extremo del pie de la difunta, le reconocí un lunar y la uña partida desde aquella hora lejana de niña cuando la pisó Matusalén, el caballo del abuelo, huíamos despavoridos entre peñascos por otro terremoto.
Al momento llegaron cuatro de aquellos hombres que me habían capturado, me recriminaron porque abandoné el sitio donde me retendrían. Expliqué: por qué, si me encontré solo entre un precipicio cuando me botaron los hombres del anillo de seguridad y nadie me impidió llegar hasta donde estaba mi familia en duelo.
Entre estos iba uno de la familia de la difunta. Me regresaron hacia un poblado rural, vi montañas con árboles altos desde donde se descolgaban campanas de borrachero, flores blancas sagradas de las que extraen la belladona, esa flor que convirtieron en mito cuando compenetró al yagé.
Continuamos por callejones con casas desperdigadas a punto de caerse. Me unieron con varios hombres en la esquina junto a la escuela. Niños uniformados de milicianos hacían el anillo de vigilancia; luego, a las ocho personas que estábamos ahí, nos enfilaron para un protocolo de fusilamiento, atados con cintas de cuero, uno al otro por cada brazo y otra amarra en las piernas, una a la del otro.
Una escuadra de fusileros se enfiló a metros para sus disparos, otros nos hicieron voltear con empujones y patadas al vernos a espaldas. Atados como hilera unida de pies y manos, los de cada extremo enlazados a los árboles, sentí estallidos de sus descargas y percibí con el rabillo del ojo los fogonazos que vomitaban las armas. En un tiempo con escenas detenidas, conté las fracciones e instantes de un segundo, vi que se acercaban los proyectiles por un agujero de espacio y tiempo continuo a mi instante mortal, pedí a ese espacio y tiempo infinitos que jamás me perforaran.
Terminaron las descargas, se fue el escuadrón de fusilamiento.
Se acercó una mujer. Con fe en la vida nos desató y comenzamos a caminar por un sendero hacia la plaza. Poco a poco los hombres baleados caen, agonizantes, extenuados con sus heridas, dejan gotas moradas y manchan el camino. Yo proseguía de nuevo por entre el surco que dejó el terremoto, los crujidos de la tierra amartillaban paredes de roca, dentro de mi cabeza se fueron derribando cosas, unas piedras contra otras les daban un ritmo de tun, tun, tun y me alejaba del lugar sin sensaciones dolorosas. Poco a poco se paralizaba mi brazo derecho y rodaba sangre desde mi omóplato. En sus bordes los chorros tenían partículas brillantes que hacían una línea roja a morada por donde se derramaban mis culpas. No estaba seguro donde estaba perforado, o si recibí uno o varios disparos.
Estaba lúcido y débil. Busqué el hospital. La gente me eludía, cuando comencé a flotar en el aire nadie notó mis aleteos, nadie me enviaba señales. Algún signo me llegaba de una casa con letras de jaculatorias y de allí otra indicación me guiaba a otra plegaria. Desde ahí solo recuerdo una travesía larga y al costado niños uniformados de milicianos que jugaban con sus armas.

Llegué de nuevo hasta aquella casa donde estaban mis familiares, anuncié que estaba herido, pero no oían, no me percibían. Lloraban, no me veían, me ignoraban; les hablé a gritos, no parecían escucharme. Yo no sentía dolores, ni siquiera sentía mi cuerpo, ya no me percibía en mi presencia física y todo el ambiente se fue volviendo rojo. Nubes rojas, cielo rojo, rayos morados, árboles rojos y mi cuerpo se difuminaba entre una nube rosa.
Un remolino de viento rojo y rosa me elevó hacia un agujero espiritual, giré entre el ojo del torbellino e ingresé a un tornado de aire caliente y un agujoro encegucedor. Me disparé entre un chorro de polvo de cocaína que volaba entre el remolino. Hallé mi cuerpo rodeado de narcos voladores, sus billetes salían de sus maletas, flotaban en el remolino; ahí de nuevo niños milicianos abatían sus alas en su círculo protector de mi presencia y volaban entre papeles verdes. En esa espiral de aliento narcótico mil narices aspiran cocaína con una fuerza que me atropelló hacia un conducto que se fue estrechando hasta cuando el rojo se hacia cada vez más oscuro y mi mente y mis percepciones del mundo y de la vida se disolvieron.
No me pasó nada, no vi nada, todo eso me parecía normal, eso era la vida en la realidad nueva que me envolvía. Termine en un nuevo terremoto cuando nuevas autoridades celebraban una nueva fiesta en otra vida de narcos.
