Un ventarrón de sueños sin pudor.

Diana Sánchez descifró la genealogía de Rodrigo Sánchez Buitrago. Estudió las memorias transcritas con letras cifradas, como una alineación de hormigas en manuscrito en papel arañado. Descubrió un documento abandonado en la biblioteca de un caserío descaminado entre los olores azufrados del vapor de un volcán y las nieves de un páramo cubierto con matorrales de frailejones, valerianas y lana de ovejas.

Son las mismas huellas de la heredad desnuda en el semblante de unos personajes de daguerrotipo, paralizados y expuestos en las paredes de la Casa de la Cultura en Tacaloa. 

Yo sólo recordaba retazos de relatos encadenados entre las habladurías de una familia de abolengos desgastados que aún relucen entre los restos de una vajilla de Castilla y tres baúles de cedros libaneses. Era una casta recia, fundadora de aldeas, que trajinó los atajos lodosos de los precipicios andinos y se asombró con los trinos volátiles entre los bosques de niebla. Descendían a inventarse una plaza y cuatro calles, con iglesia y edificio municipal, en senderos de montaña acamparon cansados de viento y lomas.

Calle Real – Ayuntamiento Buitrago de Lozoya 1922 https://www.buitrago.org/historia-y-patrimonio

Mis genitores fueron inmigrantes desde Buitrago de Lozoya, un pueblito español de la comunidad de Madrid. Algún año aciago viajaron a Lisboa, partieron en una galera que arribó a Santa Marta despedazada por los huracanes del Caribe; continuaron en un buque que tragaba bosques completos  de leña, cuando su ruido sofocaba los cantos de las sirenas del  río, arrumbó brioso y atafagado de esperanzas los  raudales del  Magdalena y les dejó  atascados entre unos humedales cenagosos,  plagados de boas y cocodrilos; allí  recuperaron sus bravezas devastadas por  las fiebres del paludismo y participaron en la fundación de Ocaña. 

Entre ellos llegó el tatarabuelo de la Gambada, un italiano que portaba entre ceja y ceja una estrella de ambiciones descomunales, rebuscador de minerales relumbrantes con los espejismos de “el Dorado”.

Escudriñó el oro en la jurisdicción aurífera de Bucaramanga y Vetas, entre los socavones de las minas del páramo de Suratá, un lugar de trabajo prohibido a las mujeres. La minería ancestral en las minas de los Andes era cosa de machos por un agüero cimentado en el pudor hacia las entrañas de Pachamama, la Diosa Tierra.

Allí mismo compartió con una casta de zambos bolivianos  y seis indios de la encomienda de Cácota, uno de los cultos de los indios mineros a ella, la Pachamama, la Mamá más grande de todas; desnudos practicaron un rito masculino;  le hicieron un desafío erótico y ardiente a su diosa; se ilusionaron amorosos con una toma de yagé, excitaron sus órganos de la virilidad hasta sentirlos erectos, como estandartes para penetrar a una virgen, hicieron contorsiones voluptuosas para estimularla en los mismos agujeros de su feminidad y untaron su esperma en las paredes de la mina.

Esquina de Cácota – El pueblo más antiguo de Norte de Santander

Ella era la gran hembra y con las percepciones de esa sensualidad delirante dejaría desprender el brillo de las vetas de su oro y le concedería a uno de ellos, su elegido, la suerte necesaria para  confiarle el favor de poseer su riqueza.

En Suratá y en la parte alta del Río del Oro, mi abuelo consiguió la primera fortuna de la familia, sus descendientes la dilapidaron con el juego y el alcohol, no aquellos que años después ensayaron con sembrados de cacao entre las breñas de la región Marabina y su grano fue portador de un deleite afrodisíaco de alta calidad para el reino de Saboya. Lo condujeron por el río Zulia en una embarcación impulsada por un clan de chitareros, lo fletaron a Europa desde el Puerto de Maracaibo.

Por allí otro abuelo se hizo notorio porque impuso la costumbre de pagar las cuentas del comercio con semillas de cacao como moneda de intercambio y compartir los favores de las treinta y ocho damiselas de un burdel con un círculo de amigos italianos y alemanes. Con ellos se aventuró entre las trochas del contrabando; desafiaron las amenazas de los indios motilones entre los raudales de La Solita y Puerto Santander para poner de moda en Cúcuta los encajes de lino, los vinos de Francia, los condimentos de la India, los cristales de Murano, y otros referentes de los gustos y modas arribistas y refinadas de las ciudades europeas.

Daguerrotipo de la salida inaugural de la estación de Encontrados – Estado Zulia – Venezuela hacia Uracá Estado Táchira.

Un primer jueves de mayo se atascó la barquilla del matute en los raudales cercanos al poblado de Encontrados, y las autoridades de las ciudades beneficiarias del río, aplazaron la celebración del día de la madre, durante dos semanas, para que los clientes contrariados pudieran disfrutar el espectáculo de ver a sus progenitoras embelesadas y orgullosas con sus regalos de atavíos extranjeros.

Aquella familia esforzada y veterana, emprendió excursiones con una recua de arrieros hacia el occidente de Colombia, se unieron a Fermín López, después de la fundación de Salamina en Caldas, prosiguieron por los caminos de la colonización antioqueña, atiborrados con sus raleas y sus corotos, un perro fiel y la carga elemental de su identidad estampada en los trazos del   mapa borroso de su árbol genealógico.

Un canto a la Pachamama. Deborah Yudelewicz – Este canto nació en el paraíso de Ojo de Agua, Capilla del Monte. Una humilde expresión de profundo agradecimiento.

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