Entre aquellos nómadas, iba un alma de trotamundos de ojos verdes, su fondo era un espejo de mi propio temor para separarme de los míos; tormentosa y calmada como él, quería verlo todo y vivirlo todo.

Soy Lagardere, amigo personal del Judío Errante, pintor de iglesias y restaurador de santos de sacristía e íconos coloniales, tostador de café, amansador de bestias y curandero de animales, carpintero y ebanista. Puedo escrutarle el destino a los señores y señoras entre las chispas y las llamas que surgen frotando un par de leños, o en las cartas de la baraja española, o, si tienen desconfianza… ¡tráiganme su naipe!
Lagardere, mostró fotografías en los templetes donde se ha trepado, atalayas de latón y campanarios encumbrados con pilastras de piedra; adentro el bronce solfeaba melodías de monjes que canturrean sus letanías de maitines y laudes.
El silencio y las meditaciones son su primera manera de entrar en las alturas. Un saludo al aire que se levanta en las ciudades con sus calles sin una persona en la madrugada. Armado de ataduras, zapatillas de escalador y brochas de muralista, inicia su labor restauradora; reanima la mala cara de los arcángeles revestidos con túnicas de chaparrón, aviva los capiteles y columnas de maderas preciosas, retrae desde épocas remotas detalles originales de las torres, recupera en sus rasgos originales la arquitectura tras recuerdos arrinconados en los recovecos de la memoria de feligreses centenarios.
Marisol Stemblak: — Diana Sánchez, el hombre que viene conmigo, ha recorrido cuarenta y tres países, habla en siete idiomas y quince dialectos, entiende el arameo y los jeroglíficos de los manuscritos enterrados en las arenas del Sahara. Es fiel portador de genes neandertales del mundo antiguo entre Bélgica y Beringia. Me lo presentó calmada y su brazo en su hombro.
—Hola Lagardere, soy vecina de la Calle Larga, Calle real, así le dicen desde su inicio en El Morro. Edad catorce años, los cálculo y anotó mi abuela en el dibujo de una margarita en los tablones de nogal, tras de la puerta principal de la casa. Mi nacimiento le alegró sus soledades cuando mi abuelo, el negro Mena, trabajaba en el Caribe. Lo trazó en la hora cuando afanosa salía a llamar a Blanquita, la comadrona que atendió mi nacimiento; si pones el oído en esas vetas, ahí están grabadas las vivencias de mi familia—.
Hablé con tono cordial y mirando a los ojos de Lagardere.
Se acercó a la puerta, con su índice buscó en la trama del tejido vegetal seco, escrutó los tonos y las sinuosidades, lento y con pausas al son de una melodía que entonaba en susurros ininteligibles. —¡Mírame bien, Diana Sánchez! Mis ojos aciertan el sueño de tus 5187 noches. Venían a conocerte y su mirada no tendrá fin, allá donde despunta una grieta en el ángulo de la puerta, se anuncia tu destino.
Me había perseguido desde las cuatro de la tarde cuando platiqué mi memoria en las carpas de las caminantes más ancianas. Le entusiasmó mi afán por conocer etnias y naciones, mis comentarios sobre cómo, recurriendo a la mentira de los sueños, han inventado esos mitos los jerarcas y sacerdotes de las tribus globales, para someter las mentes y conquistar el mundo. Mi interés por llegar al fondo de las cosas.

Lo decidí convencida de mi necesidad de comprender las expresiones de la vida, curiosidad que me incitaron las conversaciones con don Tomás Issa, el maestro con quien compartí quince jornadas de observación y estudio para el aprendizaje de la flora y la botánica. Caminamos las trochas del monte de don Berna, Tacaloa y la orilla del ferrocarril entre Beltrán y Estación Pereira; él era encantador en el bosque de don Manuel Semillas, explicaba, nos enseñó a observar y pensar, hablar y preguntar; compartí con el hijo de El Grillo, ese sentimiento frente a la vida que atrajo mis pensamientos de identidad al lado de un limonero. El sol se ocultaba en el cerro de Tatamá, bajó la sombra y a don Tomás alcé mis ojos, ya tenían en su brillo la templanza. Al día siguiente encaré con libertad y entereza a mi tío Martín Sánchez.
—Eres la verdadera dueña de tu vida, con esa posición que has asumido, a tu familia no le queda más alternativa que confiar en ti. Tengo la seguridad, eres una hija de la abundancia del universo, en tu mundo no existe esa nada parecida a la escasez, ni sentido de limitación o pobreza. Me contestó, convenido de que le hablaba desde mí ser esencial. Decidí mi rumbo, esa conversación con el tío Marín me indicó que lo bueno del mundo estaba disponible para mí y marché con los caminantes en un amanecer con lluvia de abril.

Viajamos entre cambios del follaje, colores de la vegetación, flora y fauna multiforme. Preguntamos a campesinos de sombrero vueltiao de caña flecha, ellos olvidaron las inundaciones de la Depresión Mompoxina y nos llevaron a observar con microscopio; vibraron en los lapsos cuando hicimos rastreos de la expansión de la materia vegetal, nos apreciaron como genios encantados durante esa mañana cuando nos convertimos en seres pequeñísimos; desde una situación que se mide en nano dimensiones, avistamos; navegaban entre el torrente de la sabia los atributos, coloraciones y propiedades provenientes de los efectos del nitrógeno, el influjo de la irradianza en la eficiencia fotosintética en cada escenario ecológico, y el lugar y momento mismo cuando vimos gestarse, aumentar o disminuir, el comienzo de las flores; el polen se desprendía, volaba y descendía en una carrera larga y solitaria hacia su destino con rumbo al goce de la fecundación. Allí mismo debimos lidiar con el estrés lumínico entre una hoja de anamú donde casi nos absorbe el aguijón de un pulgón lanígero. Esa noche fue un ritual con cantos de pescadores, tamboras y flautas de carrizo.
3 respuestas a “El viaje tras el polen y la luz”
Tu relato me ha traslado a otro mundo, otra forma de decir, otro paisaje. Estupendo, como siempre. Un saludo.
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Tu relato me trasladado a otro mundo, otra manera de decir, otro paisaje. Estupendo, como siempre. Un saludo.
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Azurea. Algo aprendo de ti y de todos quienes nos esforzamos por engrandecer estos escenarios virtuales. Desde tu bancarrota le llega la energía y la fe y me siento en vuelo. Abrazo tierno siempre.
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