Edificio bogotano en la calle 63, media cuadra de la Biblioteca Nacional. Llegado de Marsella, ya en el pasillo, advertí las vibraciones que me llevaron a esa la habitación del quinto piso, al rincón una puerta y penetré al cuarto de sauna; estaba en el rincón donde presentí sus ojos carmelitas, ávidos, preví su desnudez tibia y pecaminosa.
No la vi, la sintió mi mente. Sudé inquisitivo, embotado. Se perdió. Encontré una nevera con licores baratos, había objetos eróticos; cuantas fufurufas habrán estado acá, acompañantes de viajeros que dejaron algo en esta habitación.

Días después, al narrar aquella noche, aseguré que había atraído con ese pensamiento a los espíritus eróticos que rondan mis noches. Aún la sentía con una erección que se volvió miedo, cuando la guerrilla nos atacó en una calle de páramo, huía con terror hacia los matojos en Marulanda Caldas.
Sentía cansancio y músculos adoloridos, quizá por efecto de alguna virosis; quité la sobrecama, advertí bajo la almohada un cabello, levanté un mechón rubio enroscado en una espiral hermosa, un caballito de mar; curioso, ubicado entre cuatro patitas de cucaracha, instaladas en posición de cruz gamada invertida.
Cavilé en los descuidos de la mucama, examiné las sábanas: limpias, olorosas a planchado y detergente fino; inquieto, me concentré en otros pensamientos y poco importaron estos aconteceres; quizá eran esas trampas mentales que tiende el cansancio, o las ficciones que generan los fluidos en el cerebro cuando se caen las energías por la altura de Bogotá. Me concentré con la televisión, penetré al paraje de un documental sobre los gitanos de la ciudad de Mendoza en Argentina. Cuando sentí los ojos maltratados apagué para descansar. No podía dormir bien.

Una y media en madrugada. Escuché un movimiento en la cerradura y la entrada de una persona, la observé con su traje moldeado con trapos pesados, arrastraba un ruido de paños antiguos y atavíos con tejidos metálicos; la turbación me impidió movimientos. La dama comenzó a molestarme con un juego asediante, encendía y apagaba la lámpara, en la calle silbidos de pájaros garrapateros quejosos y agudos: «uichu uichu uichu uichu». Entre los reflejos titilantes de ese juego, apareció regada entre el blanco de las sábanas, una sombra de polvo negro con forma de corazón de garrapatero, al lado, un pañuelo de lino con las iniciales de Giselle, una mujer de Marsella a quien quise enamorar con brujerías. Le daba turrones de coco espolvoreados con ripio de corazones garrapateros.
Medio silbado: «cuik cuik cuik cuik», ella parecía poseerme en su juicio y agarrotarme los músculos para inducirme la pesadez de un delirio, me cambió las cobijas y me sopló un aliento indefinible, me rozaron sus uñas, sentí picazón en la piel del pecho, en la espalda y las piernas. Me ardían los genitales con una erección que no sabía controlar.

Quise controlar su juego. La miré, imagínate, me había cubierto con una cobija vieja, llena de pelos carmelitas enredados con alas y patas de cucaracha; me concentré para alejarme de esa alucinación, pronto, pronto, aunque me pareciera un siglo. –Sería un sueño con pesadillas y debía despertarme-.
Reinició con una algarabía musical, martillaba un piano que antes no estaba en la habitación, levanté la cabeza y ví la música, centelleaban lucecitas de luciérnagas al ritmo de las notas y guitarras con tonos bajos y penetrantes; trepidaban mis huesos, se zarandearon los hierros de la cama; después los sonidos se fugaron con silbidos, cuik, cuik…. Y los sacó de ahí un vehículo raudo y bullicioso que subía la calle veinticuatro hacia la Avenida de los Cerros.
Descanse sin resuello media hora, me sentía al lado de aquella energía misteriosa; era ahora una dama rubia y delicada, su pijama liviana y blanca con las puntas de su cuello punzantes en mi piel. Me ericé, la advertía con un bucle peinado y un perfil parecido a Giselle, pero no podía recordarle su cara.

Saltó sobre mi cuerpo y registré un roce cálido, tierno entre un suspiro afectivo, la sentía acostada a mi lado y pretendí tocarla: era un cuerpo blando, levemente tibio y pegajoso; ya miraba con ojos brillosos e inexpresivos, su sonrisa burlona me transmitía una conmoción provocativa, sus ojos decían nada y sus mensajes mentales me poseían, estremecían desde la coronilla hasta las puntas de los pies. Parecía dominarme.
Cerré los ojos un instante; un siglo, ahora quería comprobar si ese cuerpo permanecía ahí. Lo sentí cálido y meloso; pero se me fue, se diluía entre las manos y solo me parecía sentirlo al final. Se perdía en el frío de las sábanas y solo la percepción de los cabellos rubios y las alas de cucaracha en las cobijas; ya entonces, Giselle revoloteaba por la habitación entre un efluvio blanco y luminiscente, me rondó varias veces hasta cuando se posó en mi cuerpo, se me montó para cabalgarme, me retó a un acto erótico, excitada, olía al tiempo de los veintiocho días mientras sus senos temblaban acuciosos.
Perdí la noción de estos sucesos y me hundí entre un túnel de tiempo y horror, el sueño me llevó hasta las laderas del Alto del Nudo y el Monte de don Berna en Marsella, desde allá los garrapateros muertos me llamaban con cantos tristes y moribundos. Recobré el sentido, imploré la ayuda de san Miguel Arcángel, lo apropiado para esa situación, lo recordé por consejos de mi hermana Aleyda que pertenecía a la iglesia de los ángeles ascendidos; no tenía recuerdos de haber leído en las memorias del abuelo algún conjuro para un caso como este; solo recordé lo que relató en alguna ocasión el tío Antonio, jamás supe si ateo o rezandero, me aconsejó que en momentos de crisis, rezara un padrenuestro y un ave maría al ánima sola, más súplicas a la virgen del Carmen que libera de temores y tentaciones de las ánimas perdidas en los edificios antiguos. ¿Cuáles ánimas? eran las tentaciones de mis propios miedos.
La mujer allí, me contemplaba afectuosa con un naipe blanco, sus cartas se barajaban solas y flotaban como alas de mariposa frente a mis ojos, su sonido soplaba un zumbido con vibraciones a las células del cuerpo, estuve lelo; ella me animó, coqueteaba, sonreía con unos ojos cargados con la misma picardía complaciente de la mirada carmelita de Giselle; esa forma de mirar que perdió a dos generaciones de hombres en los años sesenta en Marsella.

Aun ahí, barajó las cartas; esta vez percibí un juego cinematográfico con figuras de ranas rojas y serpientes verdes, círculos negros, calaveras y huesitos de garrapateros; cosas simbólicas, elementos indígenas de cultura Quimbaya y calima, patas de cucúlidos y números entre los que pude recordar el 3636 y el 666. Pensé de nuevo en san Miguel Arcángel y al distanciarme de aquella pesadilla, ella salió rauda, carcajeándose y dándose palmadas en las nalgas. Juega mis números en la lotería, me dijo. Se evaporó entre humos ambarinos al descorrerse los cerrojos por donde llegó.
