Era en abril de un año loco, en la Cibeles era leve la nevada. Rodrigo pensó que mereció esperar toda su vida por un momento así. Meditó con bocanadas de vapor mientras ella lo miraba tras la cortina de agua, su bufanda flotaba al caminar, el abrigo se corría, entrevió su ombligo al aire y la minifalda azul. Él ya no supo cómo disimular las pisadas con los defectos de sus pies chapines, sentía en su pecho la energía de miles de estrellas.
Avanzó con la idea que abría espacio en su pensamiento, el siguiente era el día de pascua, la muerte del Redentor estaba tras él y su resurrección también.
La mujer que esperaba conocer estaba frente a él, tenía la sensación de haber soñado siempre con ella. Diana Sánchez Mena, la distinguía, su acento y ternura llenaron su imaginación, su sensación de haber soñado siempre con ella, el pasado no venía claro a su memoria pero en la dinámica de su cerebro ella le vibraba, la sangre le subía como un torrente que podía arrastrarlo y alelarlo, esa sensación nueva y sustancial para su vida era real.
— ¿Eres Rodrigo Buitrago?—, Diana con lentitud destemplada.
—Soy tu paisana de Tacaloa. ¿Me reconocéis?, en los días cuando saliste del pueblo yo era una chiquitina, ya tú eras ocho años mayor—. Sonreía con brillo coqueto en sus ojos. Diana apenas se situaba en esa circunstancia ante un hombre con aspecto de macho cabrío con su barba, bufanda y saco gris oscuro.
—Te recuerdo en este momento, un día lucías un sombrero con cinta azul, montabas sonriente un caballo negro en una cabalgata del 20 de julio—. Rodrigo ensimismado, pensativo y con un poco de asombro.
—Pero… ¡claro!.., tú eres una Sánchez de las nietas de don Martín, el tío abuelo de mi mamá que vivía en la salida para Valencia—.
—Sí, soy la hija de Joaquín Alonso, el notario… Pero él nos abandonó cuando una viuda alegre, la mona de la finca La Mina, se lo robó a mi mamá y lo perdimos entre el bullicio del mundo y los rumores de todas las violencias; también mamá debió abandonarnos para meterse entre esa telaraña del mundo del trabajo. El tío Martín nos cuidaba, se vino del seminario con el dolor de vernos solas, él me enseñó a estar elegante en las cabalgatas—.
—Te Recuerdo mejor ahora. Eras delgadita, un peinado de trenzas, cantabas, bailabas una cumbia y otras danzas en los desfiles de la Casa de la Cultura—. Rodrigo camina y protege a Diana al pasar la calle. —
¿Cómo llegaste a esta ciudad tan lejana?—. Caminan eluden transeúntes, se sientan en un bar, refresco y cerveza negra, suena aquella melodía de Mikis Theodorakis, la música inmortal de la película “Zorba El Griego”, recuerdan a un Anthony Quinn soberbio, bailando con el corazón en medio del calor del cielo luminoso y a un tiro de piedra del azul del mar de Odiseo, Jasón, Heracles y Teseo.
Diana con rostro radiante es más abierta con su historia. Están cerca de una ventana, se mira al frente un cartel de la película ‘Amanecer’, Diana habla de ella, la valora como la obra maestra del especialista en obras maestras, F.W. Murnau. —Es una de las mejores historias de amor de toda la historia del cine—, respira un poco y medita, — cine mudo para mayor asombro— remata su explicación.

George O’Brien, Janet Gaynor
Treinta años después de su estreno, los críticos de Cahiers du cinéma declararon que Amanecer era “la obra maestra individual más grande de la historia del cine” (6). El tiempo ha pasado, el gusto del público se ha ido hacia otros rumbos y la película ya no es tan recordada. Pero no es sino asomarse por una de sus hendijas para que la maravilla vuelva a latir. Las imágenes de Amanecer están tan vivas como ayer. Y siempre lo estarán. Siempre. Tan seguro como el próximo amanecer.
Rodrigo estudió tres años de bachillerato, más allá de rituales y oraciones, perdió todas sus lecciones de geografía e historia, aunque sabía orientase en el mundo de los mapas, don Quintiliano Quintero su profesor, le evaluaba el conocimiento con base en repeticiones mecánicas de los textos antiguos y anticuados, le recordó un castigo cuando no pudo repetirle los nombres de los gobernadores de Caldas. Sin embargo era buen lector, amaba el cine y mantenía informado sobre los acontecimientos y cambios del mundo; además, había heredado de su cultura familiar un don especial para hablar con una buena artillería de palabras, se entusiasmó con la conversación sobre el escenario y la actuación en la cinematografía y platicó acerca del cine mudo que le enseñó a amar su abuelo: “Tres hombres malos” y “El acorazado de Potekim”. Diana le habló de “Y el Mundo Marcha”, dijo que aunque la etapa muda de King Vidor, es casi toda imprescindible, se quedaba con esta historia inmortal sobre un perdedor que lo único que tiene es el amor y la confianza de su hijo.
Rodrigo meditó. Aspiró un sorbo y pensó si su propia existencia iba en el sendero de un perdedor. Sintió un estremecimiento y se animó con una “Tonada de luna llena” del venezolano Simón Díaz ,la versión que incluyó Almodóvar en su película »La flor de mi secreto». Diana llevo la conversación hacia la vida de guerra en los amores contrariados y las aventuras de mujeres aventureras y suicidas.
Rodrigo pensaba si esa suya no era una realidad de películas y telenovelas.
Comenzó a frecuentar el apartamento de Diana, con cada encuentro se sintió más raro, ella no le apretaba en el cuello con ese collar de perro que le arrojan en el cogote ciertas mujeres a los hombres, ella no cargaba esa porquería en sus manos, ni parecía guardarla en su bolso.
Ella y todo lo que estaba cerca de su ambiente emergían claros para él, lo interior y lo exterior le cambiaban cuando estaban juntos; sus propósitos de lucro económico, él tan botarates, le parecían ahora un asunto vital para poder ligarla, porque todos los siglos debieron sucederse con su enorme potencial de cambios y evoluciones para preparar esa fracción de segundo cuando ella le miró con ojos miel trastornados, ese era el momento más sublime e idiota que había acontecido en esta puta tierra desde cuando el imbécil de Adán se dejó convencer de la hembrita esa de la culebra de que era un sublime guebón si no se comía la manzana.