En tiempo de mi infancia que no sabría precisar, miré aquel espacio del portón donde distinguí al Grillo Arturo López con cara de no haber desayunado, estaba estacionado al pie del quicio y la sombra mañanera se inclinaba ante su frente.
Sin hacer el menor ruido y sin notarme entré a un cuarto del primer piso donde tenía su estudio Carlos Arturo, el hijo, entre un ambiente de trasteo que siempre permanecía así para cualquier viaje mental. Estaba tan delgado en esos días, que en la escuela Julio Ángel, no sabía si endilgarle el apodo de Grillo o de Palillo.
Desconocíamos que al señor Grillo lo querían extorsionar y se libró de esos bandidos porque intervino don Chuchi Sierra. Gilberto aún muy niño, no supe si me miraba o estaba en otro mundo, fijaba la visión con su estrabismo loco y complicado de pensador; algún día lento, dejó una de esas miradas colgada bajo un nido, observó a los pájaros en un el limonero del patio del vecino, le observaron y trinaron, en ese instante se alinearon sus ojos; a los cuatro días en ese vecindario nació una niña estrábica que a los años también envió a otro lado ese trastorno que andaba por Marsella entre los nidos de los pájaros.
En su casa tras lecturas y poemas, una tarde luminosa, el Grillo Carlos Arturo, tomó un prisma, cerró la puerta y escogió una hendija por donde se filtraba la luz, lo situó ahí, observamos que el mundo es una gama de los colores, existen tonos que no vemos, reflejos que alarman y paralizan, podríamos teñir el tiempo para darle a los días los matices que necesitemos y así no nos dejaríamos apagar porque nos perderíamos entre las oscuridades de la ignorancia y lo desconocido.

Mañana tras mañana nos envolvíamos entre luces de arco iris. Con una tiza, trazó en el tablero su siempre ahí, dibujó bocetos de un mapa sideral con rutas de planetas, perfiló simulaciones del movimiento según las leyes de la distancia y la gravedad, estrellas y asteroides con rayones y objetos complicados, las huellas de las cosas al caer dentro del agua, como si no fuera el agua, sino un espacio denso y el pensar en el vacío con poca gravedad.
Entramos en la idea de la velocidad de la luz entre distintos campos gravitatorios, usó velas y linternas, luminiscencias enfocadas al giro de un mapamundi con cambios de velocidades que trastocaban el paso de días lentos, largos, dilatados e infinitos. Éramos amos y pobladores de un planeta donde vivíamos los cambios de los tiempos, las desviaciones de la luz en un espejo y a través del agua; leíamos y experimentábamos, así me acercó al tiempo relativo en la física de Einstein.
Pensamos: —El tiempo era solo un reflejo de la eternidad en la pantalla del teatro de Marsella—. Concentrados, escogimos un momento y pusimos a viajar a dos seres entre un rayo de luz a través del tiempo y el espacio, nosotros acá en las lomas del Mil ochenta de Marsella, detenidos entre una onda de fuerza gravitacional deformada entre la violencia y nuestro tiempo, ellos más allá montados en otra onda del tejido del espacio temporal como lo simula el cine.
Queríamos que superaran la velocidad de la luz; los despachamos, ser y tiempo es complicado, el ser es solo un hoy en el presente, más allá no se es, se está en el tiempo y el futuro, se está entre el cálculo de las probabilidades más complicadas.

Un miércoles de calor y viento largo, el cielo de Marsella anaranjado, estábamos ahí, dimos una vuelta hacia la Calle de la Agonía y al regreso, visitamos a don Julio César Giraldo Vélez, quien en los tiempos de peladez convertía la mesa de corte en una mesa de dibujo y pintaba al óleo, entre el albedrío de un creyente del milagro y de sus días, un Cristo Sembrador brotó de su pincel y no le dio la cosecha que esperaba. Miró hacia una cortina rota que se movía con los sonidos de una garra de gato juguetón sobre el hule de la mesa.
Regresamos, la calle igual todo era igual, lo cotidiano ahí.
Al llegar nos abrió la puerta nuestro viajero del espacio y otros días, venía desde el futuro por el túnel del tiempo, esperábamos a un anciano de trecientos cinco años, lo habíamos construido más allá de la relatividad de nuestro tiempo, pero él nos percibió de otra manera, se había transportado entre anchuras adversas, su materia se fusionó con luz en las ondas del tiempo de la relatividad y duraciones cuánticas; de pronto ahí, los ancianos éramos nosotros mismos, éramos los trescientos cinco años y él había transcurrido en tiempo hacia atrás del nuestro en menos de lo que demora un hombre en cambiarse la camisa. Solo percibíamos su sombra y fantasía.
Estuvimos entre tiempos muy complejos y la mente se nos volvía un hervidero de interrogaciones.

Pienso en estas vivencias de mis primeros años en una tierra de ceniza, no era justo que el mundo de la relatividad de los violentos de Marsella nos aplastara, ni a nosotros ni a nuestros padres. Sonaba un tic toc en la pared, un péndulo de aquella antigüedad desde los tiempos del alcalde Vicente López, cansado de moverse, ese reloj marcaba con una sola manecilla algún instante entre las 9 y las 10, ese tiempo inexpresivo señalaba el sentido claro de nuestras afirmaciones relativas a nuestras dudas sobre el tiempo.
Había un pequeño espejo descolorido que al mirarse en ahí negaba nuestra flacura de esos días, entre su oscuridad se desvanecían nuestras imágenes y apenas recogía la luz que se negaba a asomarse a la oscuridad del cuarto, mostraba un destello opaco que reflejaba el caos que queríamos explicarnos.
Recordé al escribir esto y pienso ahora mis tres años y aquella noche ocho años antes en Chinchiná, entonces me asombraba mirando el tren y quería irme más allá, monté mis imaginarios y me volé encima del tapete que mamá usaba al lado de la máquina de coser, allí se pararan las damas a medirse los vestidos; y sobre aquel tapete, volé por la ventana a remontar las nubes y las luces de una noche de luna llena y estrellada, quería un viaje al infinito en busca de un ramo de estrellas para regalarle a mi mamá porque había nacido Fernando.
Una respuesta a “El tiempo relativo del Grillo”
Gracias, excelente relato… entre la realidad y la ficción… máxime cuando se menciona al final mi nacimiento. Leí este escrito a una vecina de nombre Rosalba, entrada en los 90 años. Luego de escuchar el fragmento, dijo la vecina, haciendo sonar el silbido de sus dos cajas de dientes: «Vea puesss». Se pule don Guillermo para escribir, lo felicito.
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