La tierra de Marsella es un movedizo grano de tierras deleznables que se sostienen en su propio ángulo de reposo. Así es su presencia de laderas que se alteran con el agua, el viento, los ruidos de los truenos y labores humanas agresivas.
En mi pueblo de origen, aunque todo parece estático, su suelo siempre está vivo. Sugieren que su territorio se ha estado retirando a donde le lleven los movimientos intangibles del mundo y el universo. La gente lo ve igual ante la luna, el sol y el nevado del Ruiz. En la montaña de las Peñas donde cultivó el abuelo Francisco y en la zona del Zurrumbo y la quebrada de La Nona, todo ello se mueve con vibraciones extendidas a más sitios de nombres siempre bellos como Miracampo y El Sinaí.

En lomas de un nudo de montaña nacen y corren los arroyos que hace ciento veinte años, bien poco en la historia del mundo, los conducían por zanjones y entre cañutos de guadua para mover la tierra dura de una mina de oro. Todo comenzó a desmoronarse y allí mismo se demostró algo más valioso que el poder del oro, este paisaje cafetero verde que en su fondo se arrastra y fluye como una corriente viscosa.
Los regadíos naturales han generado la purificación del agua en sus propios sumideros. En estos días de lluvia, el piso de la carretera apenas soporta vehículos con peso de una tonelada. No tenemos los científicos que nos expliquen los movimientos tectónicos y el origen, si es por fuerza viva de seres diminutos que la nanométrica no ha podido explicar; cuál razón de la vida se despierta en cada molécula de tierra y genera las fuerzas que ladean a los árboles y tras los temblores cuartean más el suelo.
Las aguas que deforman los terrenos de Marsella se agitan desde abajo y atraen rayos con chispas mudas, arrastran truenos cuyo ruido mueve todas las cosas con una energía de ultra precisión que transforma la superficie como un rayo láser en la piel. Los paisanos ya están acostumbrados y dedican tiempo a desacomodar los nombres de las personas para inventarles apodos a aquellos cuyo rostro reconozcan en las calles.
A Marsella se llega por una vía lenta que se mueve todo el tiempo hasta revolcar las tripas. Sus movimientos tectónicos son reales y se suceden todos los días. Deberíamos estudiar la ciencia de este paisaje donde el suelo es fértil y suelto, con cenizas de volcanes antediluvianos y en los tiempos más cercanos, degradado y móvil, se desploma o cambia de todas las formas posibles a la velocidad de centímetros por año.
Sin embargo, a pesar de los sabios en colocar apodos que son los mismos nombres de toda la fauna de una infinitud de tiempos terrestres; antes de llegar la vida desde algún planeta o la orilla de una laguna, allí donde se generó ese pantano vital con microorganismos que comenzaron a doblarse en seres más grandes, nuestras laderas se mueven desde ese siempre, tanto que desde cuando ha comenzado la vida de cualquiera de nosotros, habríamos podido contar más de cientos y más derrumbes allá en la carretera hacia Pereira o Chinchiná, en La Cuchilla Atravesada, en el Alto de Boquerón, en los caminos por donde llegó El Español con botas rotas y en las calles mismas que regó de bendiciones Monseñor Estrada para aplacar el polvo de los terremotos cuando se metía en las casas de los más pecadores. Echaba incienso y rezaba: somos tierra, mientras pensaba en cómo preservar a las más vírgenes del fragor de terremoto de los hombres.
Mi fragilidad es propiedad del suelo donde surgió mi vida
Qué pensarían y estudiarían en este medio los geofísicos. Quisiera verlos con un mapa computacional donde los datos de este sistema de placas tectónicas y seres vivientes se mueven de muchas formas y con múltiples simulaciones, quisiera estudiar con ellos el comportamiento de los granos de suelo virtual sujetos a la gravedad, la fricción, el roce y su disolución con el agua y el efecto del trabajo con mal uso del suelo, entre la presencia de la vida con los árboles que buscan su ubicuidad desde su brote entre las semillas que descargan los pájaros y los sembradores.
Quisiera ir tras esas señales de la vida hacia las profundidades del asombro, tras las pisadas de las vacas y el movimiento de los carros, entre esa plenitud de la vida oculta en los suelos; allí mismo, como un habitante de esa otra dimensión, un animal nano invisible dormido con su poder oculto, respetaría esas particularidades del planeta, lo estudiaría, sabría convivir entre la vida más activa y la más imperceptible, y recibiría de esa energía el éxtasis necesario para saber por qué estamos vivos sin darnos cuenta de lo que es la vida que pisamos.
Me hace sentir más vivo que nunca esta ignorancia, estas preguntas que me interrogan acerca de la naturaleza de la vida y del suelo donde nací y del paisaje donde habitan tantas personas que me escriben, me siguen y con su presencia me hacen sentir cada día más parte de esa presencia vital que representa ser hijo y parte de los Marselleses.