Temprano. Desde el mirador de la casa de la Señora Thomasa Barros fisgoneo, asoma por la esquina un traje de gimnasta que cruza al otro lado de la calle, es anchísimo, el cuerpo muy flaco entre sus ondas mueve su ritmo en una mano que se bambolea al ritmo del viento en la tela.
En el balcón del frente cuelga una hamaca de siete colores, típica de San Jacinto – Bolívar, el mismo cuerpo delgado se ha instalado en ella, lo columpia anudada en soportes endebles; ese andamiaje pide limpieza y sanear sus fisuras y agrietamientos, se queja desde el dintel. Presiento una caída, una lesión en un culo al momento menos pensado.

Autor: Albert Gleizes
Datación de la obra: 1913
Material: Óleo sobre lienzo.
Medidas: 130 x 155,5 cm.
Localización: Albright-Knox Art Gallery. Buffalo
Lo mece su primera faena cotidiana con parsimonia y toca, crea y modifica una composición; notas que una a otra quieren saltar, romper el pentagrama y volar con el viento que ondea papeles. Un ensayo en clarinete cuelga con gancho de atril. Infla unas mejillas y la hamaca acomoda sus hilos en forma y hechura del arpa de unas costillas que empujan acompasadas el ritmo con soplidos.
En la calle lugares vacíos esperan lo que habrá de ocurrir.
Dejando de lado el olvido, miro a la señora Thomasa y me arrimo a su memoria. —Un lugar vacío en la calle puede aspirar a todo— predice ella y continúa: —Lo ocupará el movimiento trabado de una pelea de borrachos, espérala. Luego una tenida de poetas se animará más allá en el banco de la esquina; y más tarde, una cruzada de evangélicos perturbará el vecindario en ese lugar bajo el almendro, es su espacio de misión, allí pregonarán su paraíso bajo la sombra de las espadas de una devoción que llena la intimidad con ruidos de trompeta de megáfono. Esta calle tiene su libreto—.
Observé con asombro la apariencia de Zenaida, la niña mulata cantadora. ¿Recuerdas de ella? Zenaida de la Hoz Cardale, fue quien tomó a su cargo a tu tía Sarita y a tu padre Emilio. Lo hizo por lealtad, por admiración y por cariño, y en recuerdo por todo el aprendizaje que le transmitió el señor Palacín, él le infundió la fe en sí misma y la visión de ser en un mundo más abierto y universal

En el andén las marías mulatas juguetean y vienen al balcón, buscan alpiste, toman agua y fruta que ella había puesto a primera hora.
Cuando visité a los niños en aquel lugar donde habitaban… ¡Zenaida era tan chica y tan sola para sobrellevar esa obligación! Estaba animada en el rincón de la cocina, la observé sin que lo notara y me pareció la más indefensa entre los niños del hogar. Pelaba el ñame del almuerzo para seis residentes de la casa; pero ese sitio, eso no era casa, era solo un cambuche—.
La señora Thomasa miró las aves y sus vuelos hacia una torre de la ciudad donde sus amigos sucumbieron a sus enfermedades. Señaló y me mostró en la calle una chica, tan elegante como ella, pasaba cargada con un recipiente con peces de colores y después dijo: —Así como esa chica era Zenaida cuando la visité. Apenas percibió mi presencia de extraña, se levantó, arregló la franja exterior de la blusa amarilla, pulió las listas de su falda, me miró con esa profundidad que mide el interés de una interlocutora interesada en su situación y sus palabras descubrieron su desamparo; pero luego, habló y habló, habló de su futuro y me hizo una edificación promisoria. Construyó con palabras bien informadas los planteamientos de las constelaciones que a lo largo de los años la llevaron a cantar en ciudad de Panamá, Puerto Rico y Nueva York donde se radicó cuando el maestro José Bendito le entregó su mundo de relaciones.
— ¿Esa era Zenaida?… ¿La Palenquera, la callejera que vendía frutas con su canto y a quien mi abuelo le enseñó el baile y el canto flamenco?
