Los hijos del inicio al siglo XX, generación de abuelos que vivieron una «Guerra de mil días» y dos guerras mundiales, a ellos los determina el epígrafe de Fiesta (1926) novela de Ernest Hemingway con la frase que escuchó en una cita de Stein y luego este negó: “Todos ustedes son una generación perdida”, expresión que echó muchas raíces y recordaron muchos autores.
Presencié conversaciones de mayores en mi infancia; eran hijos de sus conflictos y negaron los valores materialistas, algunos buscaron el exilio o generaron más violencia, se negaron a creencias atadas a instituciones vigentes, vivieron su angustia existencial que combinaban con bohemia para librarse de incertidumbres.
Nuestros padres fueron hijos en la violencia colombiana entre dos partidos, su tierra les negaba su lugar y también éramos niños cuando migramos a las ciudades, traíamos la experiencia de enfrentarnos a la muerte cuando ya meditábamos ante una guerra fría con amenazas nucleares de bomba atómica.
De nuevo pillamos a Hemingway en una búsqueda que equilibrara nuestro vacío, queríamos llenarlo con comida, modelos de cambio, licor y satisfacción sexual. En la calle o en vida de estudiantes y trabajo, saltaba en nuestra cara la exclusión que distanciaba cada vez más a los que tenían y a los hijos del rebusque en cada esquina de la calle con más violencias.

«No sé si la vida es corta o demasiado larga para nosotras» escribió entre sus piernas aquella jovencita que me amó y gozaba le llamara Mi dulce coralina. Se la llevaron sus días. En mi angustia escuche por primera vez las canciones que Juan Manuel Serrat compuso hace cincuenta años en la Costa Brava frente al Mediterráneo.
Yo intuía un universo con esperanzas, al que no pertenecía y no tenía cómo ir hacia allá. Con Francisco Javier Alzate V, amigo fallecido hace una semana, pensamos en ayudar a mejorar nuestro propio mundo, educación rural y la cultura grupal sus calles, veredas, ciudades y caminos, disfrutar siempre canciones unidas con sonidos de gente nueva.
Aquella tarde reciente cuando falleció Pacho, percibí luces de migraña, me llegaron del Cerro Bandera con sonidos de grillos; me incitaban: ven, salta por la ventana y tírate a la calle para que acompañes el aullido de los gatos de Cali.
La estatua de Sebastián de Belalcázar dejó de retar el abrazo del Cristo Redentor que ya no mira a la ciudad desde su altura, en esa madrugada unos indígenas tumbaron la escultura de aquel español de mala historia. Las pandillas de la calle estaban bailando.

Caleña mía. Mirá el humo en la montaña donde violan al cerro «Los farallones», dicen que tienen de todos los oros que brillan y duelen como un cáncer. En la parte posterior otros siembran la coca en sus laderas hacia el Pacífico y desde allá tiran flechas con la candela que atiza el fuego en la ciudad.
Las gatas novias del gato de Hernando Tejada maúllan, casi ardieron las nalgas de la estatua de Jovita, aquella mujer de la calle, querida en las calles de años setenta, la reina coronada por estudiantes salseros y revoltosos. Al lado de Jovita el mismo día de la muerte de Pacho, los caleños miraban como desgarraron el camino de su monte de venus y su sangre con fuego es ceniza de cementerio.

Caleño. El verdor en los árboles aún respira y es vital con la hierva de los parques y el sonido de los ríos, aunque enciendan y ardan las estaciones del sistema de transporte y haya bloqueo en las calles, el ojo del cielo y la luna caleña aún aman el tiempo del sueño de los niños.

Desfilan los muchachos y claman ser escuchados, aunque griten con palabras que llaman a mil cuchillos donde sangran sus dolores de frustraciones en la calle, sin lugar y sin trabajo. En su filo está la queja del canto de su protesta.
Ya en mis años mayores soy incapaz de vivir como joven en el tiempo de ellos, imagino lo que viven y tendrá su significado; si tocan el corazón de la caleñidad, quizá vivamos mejor en esta ciudad y mejoraría el territorio donde convivimos con las iguanas del parque La Hacienda, los patos del charco de Cauquita, las ardillas de ciudad jardín; garzas del ferrocarril, búhos, palomas y mariposas que visitan y conviven en los edificios y las torres.
Reanímate, aunque nos amenace el caos, no solloces aún, levántate y afronta el trabajo como la fe en ti mismo, aunque sea por un camino donde estuvieron las calles antiguas y sientas el ánimo con rugidos de motores revolcados, impúlsate. Conversa y ama la ciudad donde hemos vivido, somos unos y somos casi todos transeúntes de calles duras entre tiempos trastornados. Podremos leer sin sentirnos culpables.
3 respuestas a “Hijos del todo y la nada”
Mi abrazo solidario a Colombia. Un saludo.
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Agradecidos. Saludo a tu ternura
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[…] Hijos del todo y la nada — GRANO ROJO […]
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