Un pasaje de Tacaloa. Narrativa de Guillermo Gamba
Diana Sánchez descifró mi genealogía de Rodrigo Buitrago en las memorias transcritas con letras cifradas, como una alineación de hormigas, sobre un manuscrito en papel arañado. Lo descubrió en un documento abandonado en la biblioteca de un caserío descaminado entre los olores azufrados del vapor de un volcán y las nieves de un páramo cubierto con matorrales de frailejones, valerianas y lana de ovejas. Son las mismas huellas de la heredad desnuda en el semblante de unos personajes de daguerrotipo, paralizados y expuestos en las paredes de la Casa de la Cultura en Tacaloa.

Yo sólo recordaba los retazos de relatos encadenados en las habladurías de una familia de abolengos desgastados que aún relucen entre los restos de una vajilla de Castilla y tres baúles de cedros libaneses. La de ella fue una casta recia, fundadora de aldeas, que trajinó los atajos lodosos de los precipicios andinos y se asombró con los trinos volátiles entre los bosques de niebla, para descender a inventarse una plaza y cuatro calles, con iglesia y edificio municipal, entre los senderos de un acampado de viento y lomas.
Mis genitores llegaron como inmigrantes desde Buitrago de Lozoya, un pueblito español perteneciente a la comunidad de Madrid. Un año aciago viajaron a Lisboa, y partieron desde en una galera que arribó a Santa Marta despedazada por los huracanes del Caribe; continuaron en un buque que tragaba bosques completos de leña entre un ruido que sofocaba los cantos de las sirenas del río, para arrumbar brioso y atafagado de esperanzas por los raudales del Magdalena y les alcanzó a dejar atascados entre unos humedales cenagosos, plagados de boas y cocodrilos; allí recuperaron sus bravezas devastadas por las fiebres del paludismo y participaron en la fundación de Ocaña.
Entre ellos existió mi tatarabuelo, un italiano que portaba entre ceja y ceja una estrella de ambiciones descomunales, un rebuscador de minerales relumbrantes con los espejismos de “el Dorado”. Escudriñó el oro en la jurisdicción aurífera de Bucaramanga y Vetas, entre los socavones de las minas del páramo de Suratá, un lugar de trabajo prohibido a las mujeres.

La minería ancestral en las minas de los Andes ha sido cosa de hombres por un agüero cimentado en el pudor hacia las entrañas de Pachamama, la Diosa Tierra.
Allí mismo compartió con una casta de zambos bolivianos y seis indios de la encomienda de Cácota, uno de los cultos de los indios mineros a ella, la Pachamama, la Mamá más grande de todas; desnudos practicaban un rito de machos; le hacían un desafío erótico y ardiente a la misma diosa: se ilusionaron amorosos con una toma de yagé, excitaron sus órganos de la virilidad hasta sentirlos erectos, como estandartes para penetrar a una virgen, hicieron contorsiones voluptuosas para estimularla en los mismos agujeros de su feminidad y untaron su esperma contra las paredes de la mina; ella era la gran hembra y con las percepciones de esa sensualidad delirante dejaría desprender el brillo de las vetas de su oro y le concedería a uno de ellos, su elegido, la suerte necesaria para confiarle el favor de poseer su riqueza.
Es parte del Archivo Fotográfico y Fílmico del Chocó
2 respuestas a “Viento y embrujos”
Buitrago de Lozoya es un pueblo precioso (de los más bonitos) de la sierra pobre de Madrid y debe su nombre a los buitres que habitaban el lugar y al río que lo atraviesa. Guillermo, eres madrileño de pura cepa.
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Madrileño así: el tatarabuelo Francesco Gamba de Turín Italia, conoce en Buitrago de Lozoya a Juana Vasallo y con ella y su hijo también Francesco casado con Antonia Ana de Ureña y Rojas, salen a Portugal y en Lisboa los recibe don Juan Pereira y Miranda para luego emprender el viaje que daría origen a mi familia. Madrileño. Italiano y luego Muisca de la estirpe americana legítima. Gracias por recordármelo
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