Quisimos refrescarnos en una cantina frente al muelle en la bahía de Mayagüez; llegaron excitados, los vi enfrentarse, se ubicaron frente a frente en una mesa de teca rescatada de un naufragio en un recoveco de la Isla Icacos, cada cual apoyó su codo derecho, me pidieron les amarrara pañuelos en sus cabezas para la interceptación de chorros de sudores y adrenalina; intuí un pulseo de titanes en asientos diminutos, sus dedos entrelazados se contraponían con resistencia.
Iniciaron la pulseada con un forcejeo lento de calentamiento, las mentes dirigieron el instinto en la búsqueda de su propio ritmo respiratorio y un enlace vital en cada una de sus percepciones decidía la cantidad de aire necesario para lograr las perfecciones de su concentración; al poco tiempo sus fuerzas lanzaban las primeras cargas de intensidad controlada en cada brazo antagonista, chocaban entre sus palmas vibraciones y amagues con un poderío cadencioso; ni el uno ni el otro tenía el dominio; sus pensamientos asumieron el propósito de ganar la pulseada y elegir el momento psicológico y físico cuando se orienta la potencia al máximo para lograrlo.
Yo tomaba agua para una sed de expectativa sin indicios de un triunfador, el tiempo corrió durante seis horas y media en continuo forcejeo, ningún síntoma entre ellos dio señales de impotencia; fue apenas su primer lapso: largo, intenso y sólido; el cantinero me miró cansado de esa situación y acosado por el hambre, pero no queríamos perdernos los detalles de esa contienda; subió a un taburete, dio un brinco desde allí y se les encaramo en su mesa, les hizo suspender su lidia y les propuse un descanso cortísimo. Me acataron.
La cantina les ofreció butifarra con ñame en agua de piña y miel y acordamos que continuarían con suspensiones de alivio cada dos horas; cinco minutos para tomar jarabe de tafia, algún bocado, y reanudar con un nuevo episodio de forcejeos con las manos opuestas.
Sin hablar sus palabras y su sangre, reiniciaron y entraron en un trance forzoso donde las horas no corrían, nuestros minutos tenían nudos que eludían cada segundo, la medición en el reloj, acompasada por sus potenciales en choque, apenas daba lugar a un tiempo atascado, solo adelantaba cuando, poco a poco, se congregó a mi lado una montonera de curiosa aglomeración que se ordenaba con tumultos de animadores para cada uno, con liderazgos para nuevas barras desafiantes con un griterío de gallera.
Ninguno padeció agonía, sabían detener el tiempo y de un modo eterno nos llegó el momento de mayor intensidad, las venas brotaban en sus frentes, se iban a reventar, sus flujos energéticos y su memoria muscular los pusieron al máximo para fijarse en los confines que lindan con el triunfo; pero una mujer enamorada de los combatientes, en ese mismo límite de la intensidad y el tiempo, creyó portar su buen o mal momento y le echó a cada uno su baldado de agua refrescante. El cantinero la regañó porque ahí mismo las pieles y la superficie de la mesa se hicieron más lizas, aparentó perderse la hipnosis del duelo y los hombres parecían caer desfallecientes; fue un viraje impensado, minuto a minuto se abrió paso otro tipo de tensión, en un primer momento de nerviosismo sentí que el gentío emitió gestos de un furor que aglutinó grupos de animadores con rasgos de animosidad mala, unos desafiantes a una pelea colectiva, otros a pugilatos armados entre los más fortachones, en lo alto desde un rincón vi un cuchillo amenazante en una mano firme, al lado opuesto noté cuando un bate beisbolero señaló otra manera de dirimir la contienda.
Pedí al cantinero ser previsivo y llamó a siete policías para desalojar a los pulseadores que no hacían caso a nada ni a nadie. Continuaban serenos en su forcejeo invencible, ya contaban veinticuatro horas; a los cuarenta minutos más, nadie quería obedecer a ninguna autoridad de tierra, cielo, infierno o cualquier más allá; un minuto más, un grupo entró por mi lado y se abrió paso el gobierno con el aspaviento de un policía resuelto. Expliqué la escena al juez, al alcalde y al obispo, en tres minutos juzgaron la contienda y estudiaron la excitación de los espectadores, pendientes de un hilo hacia el descontrol y estaba por romperse; los pulseadores ni se enteraron, encima de todos sentí el vuelo de la señora de la guadaña y no era mágico ese mundo, podía despacharse hacia un confín con cruces de cementerio; y ahí mismo, el policía agarró la punta del caos y del tiempo detenido y calmó el alboroto, apunto y descargó desde el fondo del salón su tiro de riflero hacia el mar, la bala sonó sobre mi cabeza.
El alcalde alzó su voz con el tono autoritario que nadie usó en los años de mandato: —párenla ahí—, y después de un silencio tirante, exclamó con toda la firmeza necesaria para un liderazgo en el momento: — le pido a cada bando que nombre sus testigos. ¡Necesito dos testigos! —. Y el juez llamó a los pulseadores, los ubicó frente a mi mesa, me miró con su gesto justiciero para que me ubicara entre ellos y declaró un empate técnico, que deberían dirimir en ese mismo sitio, frente a frente en la misma mesa de naufragios, después de un año corrido, con descansos cada dos horas, y con derecho a alimentación con una copa de tafia y dos butifarras para cada uno por cuenta de la cantina; a mí derecha se afanó cierto anhelo en el obispo y habló: —se venderán boletas de entrada para una entidad de beneficio—, a mi izquierda el alcalde estaba anhelante y codicioso cuando agregó: —puedo autorizar apuestas con comisiones para impuestos, el alquiler de la cantina y el costo de estos dos hombres con estancia de una semana en el puerto—.
Pusieron de testigos al cantinero y un marinero escogido por cada uno de los pulseadores, redacté un acta que firmaron en un pedazo de piel de boa puertorriqueña que saco de su bolsa un contrabandista y me la pasó para transcribir ahí el acuerdo y la fijaron en la pared de la cantina. Solo así se calmaron las animadversiones.
Los contendientes se abrazaron. No sé por qué razón el obispo les impuso penitencia de oración y el juez un arresto domiciliario sin un juicio breve. Pregunté al alcalde y los perdonó: —podría cobrarles una multa por el alboroto, pero no encuentro el motivo porque nos llamaron a tiempo. Fue su último comentario.

Salieron cada uno con botella de ron en la mano, cada uno con una mujer linda colgada de su brazo en el camino de la felicidad hacia su cuarto lujurioso; pero antes, ayudaron a descargar mis maletas que emperifollaron con sus sudores de caballos de carreras, mientras me procuraban la misma esperanza que trajo mi abuelo cuando creó en este mismo aire y sin dinero, un laboratorio y taller de trabajo en Mayagüez.
Supe de ellos siempre, repetían la contienda año a año, agosto en la cantina en Mayagüez, la mesa sin lugar a un triunfador, su tiempo detenido y los mismos rituales: pulseada, guachafita, reyerta, aparato de autoridades y fiesta. Traían mujeres, hijos, descendientes, sin apremio de grandes apostadores murieron de viejos con su fuerza de siempre, e Ikú la señora con la guadaña de la muerte, por fin los llevo a dirimir su disputa en otros mundos, todo espacio perenne para ellos, su pulseada infinita, ningún físico ha concebido la medida del tiempo detenido en ellos y en su lidia pulseadora.
3 respuestas a “Pulseo en Mayagüez”
Maravilloso relato👏👏👏
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Mi fortuna es el tiempo que dedico a escuchar y escrutar los imaginarios narrativos con los que cada persona trama sus vivencias. Por esa pista van los las pistas.
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