Después de mis días necios, caminé calles con rutina de andariego acorralado en treinta cuadras al trabajo; pateaba esos andenes cuatro veces al día, había dejado mi trabajo con mafiosos cuando convencí al capo para que me dejara libre de compromisos. Lo hablamos en el Hotel Aristi en Cali, la misma mesa frente a un dirigente del fútbol que movía jugadores con el dinero conseguido con el sudor de doña blanca, aquella dama del polvo blanco que llamaban la caspa de mi dios.

Hablé por teléfono con mamá aquella mañana: sé que estás en la ciudad y tus pasos no han llegado a tu casa. Por qué. Tampoco están donde ha sido nuestra vida ni el sendero del señor.
En ese momento no caí en cuenta quien era el tal señor, lo recordé cuando me dormía y rezaba retahílas: “Ángel de mi guarda mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día”; costumbre aprendida de abuelos, aunque aquel señor ángel de la guarda ha sido un sujeto desconocido, antipático, si es como me lo presentó la señorita Eva Gòmez, que cuando niño me colocó una estampa de un arcángel con cara de marica, que, a lo mejor si me cuida. Su sombra ha protegido mi nombre sin cortarme las alas.
Se lo dije al capo y contestó: vos has sido buen muchacho. Regresa a los pasos de tu madre y de tu padre, pero no seas tan borracho como él. La mamá mía también me habló así cuando la ví por última en Carmen del Viboral. En esa noche tuve unas pesadillas locas. En la puerta del hotel sentía el golpeteo de los buitres que me acosaban y la envidia que vestía a mis amigos y enemigos. En este negocio todo final se transforma en llamas. Al despertar sabía que las sombras se abren detrás de las cosas, ya estaba en un tiempo sin regreso; seguramente, no estaré en mi mundo transcurridos cinco años. Quizá mi nombre ni figure en una lápida. El toque de los relojes marca mi relevo, aunque en las líneas de mis manos brillen las estrellas de la Vía Láctea.

Cuando regresé de hablar con el capo, un amigo me entregó una casa destartalada porque el patrón le había indicado la importancia de aquel lugar discreto donde pudieran darme protección. Estaba en la Treinta y Una. La pared del Cementerio San Camilo al frente y solo tras los años caí en cuenta que era el nombre de un santo italiano, natural de Bucchianico di Chieti, el sitio de mi bisabuelo, el tal Camilo tuvo vida de guerrero por El Mediterráneo y se dedicó a enfermero y heridos en combate antes de la Cruz Roja.
Mis días transcurrían por tres pistas. Desde mi casa una patoneada hasta un instituto que acompañé en su fundación. Estudié sitios desde las carnicerías, don Alberto se tomaba el guaro inicial del día porque el frío de la carne le altera los humores y cuando regresé en la tarde su nariz era roja tras el trago para que el aguacero no le trajera un soponcio.
Saludé en cada esquina, primero a los patos criticones de Vaca Brava, aquel alcalde que tumbó un árbol de mango en el parque de Bolívar para que se viera bien un edificio feo que acaban de construir como sede para el negocio oficial de la Lotería; después, a quienes más le odiaban porque les negaba un puesto burocrático en las Empresas Públicas de Pereira, decìan que era una mina.
En salones de billar y peluquerías había buenos informantes. Conversadores de rones con mucha agua, sobre el Partido Liberal y la historia de Roma con Daniel Humberto Serna, quien tenía una revista, «Debates Nacionales, y se fué para españa donde continúa su lucha política de izquierda liberal en Alicante. En la cra 7 con 27 conversábamos, al lado del bar de las nudistas que también participaban, teníamos mesa propia en la taberna de don Noel Ramírez, compositor de música arrabalera que tenía una cantina con la mesa coja que se componía con las temas que inventaba.
Ahí me Me enseñaron a conocer las casas de las mujeres ocultas de los ricachones de Pereira, buenas conversadoras, sus amantes eran solo unos mostrones que posaban de muy ricos, aquellas mujeres eran buenas lectoras, los motilaban y educaban para que salieran perfumados y aparentaran caminar bien con sus pasos torcidos. Eso no lo invento yo, lo decían en el templo de la música de los años sesenta y en la bodeguita del tango, ese lugar donde conocía al Caballero Gaucho y me amanecí con Alci Acosta.
Junto al mundo que habitamos transcurren otros mundos paralelos y curvos, trayectorias hacia arriba, hacia abajo y hacia todos los lados y los tiempos. Esos transcursos en los que puede ser posible penetrar y regresar sanos y salvos, si pones suficiente atención; pero de otras maneras, ciertos lugares tienen otras leyes y circunstancias sin retorno, te pierdes de tu pensamiento y tu control como en los laberintos de la Mesopotamia.

Siempre me han asaltado a las tres de la mañana circunstancias de otras vidas, me explicó un gurú a quien no se si creerle.
En la calle Treinta y Una me despertaba y me sentaba en las soledades del andén frente portón para conversar mentalmente con los muertos del Cementerio San Camilo, me hice tan conocido de ellos que incluso me visitaban difuntos del Cementerio del Recuerdo que fundaron los franciscanos en el Barrio cuba.
Venían y recordaban que tomaron cerveza en la cantina del Primo: los que sufrieron, las que violaron, los que pasaron hambre en la calle cuando los desplazaron de las fincas abandonadas para ser poseídas por los promotores de violencia, los que asistieron a la misa a regañadientes y quienes se casaron dichosos, los que trabajaron tanto y tanto para mantener a dos mujeres y sus hijos que terminaron de lavaperros y guardaespaldas de mafiosos, los que robaron y sufrieron para conseguir un carro nuevo de apariencias en clase alta y lo estrellaron en la Treinta de Agosto, los del carro incendiado en la carretera de Marsella, las que vistieron a la moda y la que viajó a las playas de la Isla San Andrés para lucir aquel bikini que luego se destiñó por miradas de un estrábico.
La Nena de larga vida, la que presumía su padre mientras tomaba una copa de champán en ese día cuando inauguraron el hotel que le regaló porque le daría una renta larga y le anunció, en ese mismo acto, que viviría cien años como la flor de un día, pero que ni desfloraron ni le dieron ternura y se intoxicó cuando se tomó una copa de aguardiente cuya mitad eran orines de aquel hombre que no la quiso amar.
Ella me decía lo que jamás he podido cumplir, que no le fuera infiel a mi mujer, mientras me miraba con sus cuencas vacías de unos ojos carmelitas que chispeaban con esa coquetería que no pudo manejar en sus años viva. Regresaba con su túnica blanca de ribetes brillantes, como en aquellos días del rock que odiaba y le vistieron para que bailara al menos en el otro lado de la vida que no pudo disfrutar, se metía en los recovecos de un mausoleo barroco donde tenía un pasadizo para irse a conversar con otros difuntos.
Una persona puede ser ella misma y a la vez un espectro que anda y aparece, divaga entre las edades y las vidas que ha vivido, se levantaban desde su cuerpo dormido con sus ideas preconcebidas y me llegaban aturdidos porque habían goleado en esa tarde al deportivo Pereira que jamás sería campeón porque ya estaba enredado en el portafolio de los mafiosos, traían de la mano a las almas de los gatos que merodeaban por la ciudad porque les traerían buena suerte.