En la esquina más discreta, una mesa con parasol al lado del bar del hotel Torreón, se sentaba para observar el atardecer. Con los cambios de la luz sus pensamientos descifraban los movimientos del naipe, los percibía entre esas variaciones primordiales aprendidas desde los signos de una anciana de la provincia de Valderrama.

Sabía apreciar la vida desde los signos de cierta complejidad comunicativa que tiene la naturaleza. Poseía esa autenticidad ancestral. Lo más complicado y perdido lo hacía descifrable, como aquellos símbolos que conoció en la piedra jeroglífica de Aipe y en las piedras de Pandi. Guardó su propio significado como el legado más secreto de antepasados que borraron los invasores.

Barajaba las cartas en ese orden que unas veces tiene su ilógica estocástica de contingencias no probadas, en otras las colocaba con el orden mental que descifra la suerte de los naipes con los signos que predicen el destino.
Las ordenaba por figuras, por números, por la gama que confunde al arco iris y después con los colores de un arco iris borracho. Más allá de un azar o las hendijas del futuro, ponía en juego su malicia y su intuición de hombre probado en cientos de aventuras entre esmeralderos, mariguanos, cocaleros, traficantes de auxilios parlamentarios y modelos de pasarela en los reinados.

Me ofrecía licor de su mismo vaso y decía: estate ahí, relájate con mi trago cuando el wisky te acaricie el guargüero, piensa y lee mis cartas; aunque de esto entiendas nada, porque tu energía me inspira y me atrae ciertas corrientes del pensamiento que galopan en mis neuronas y sintonizan las corrientes de la vida. No se si sea tu suerte, pero me animas.
Estuvimos varias veces en otra mesa, un bar del Soratama en el parque de Pereira. Veíamos que pasaban las mismas mujeres hacia diferentes hombres; tarde tras tarde, a veces sus novios, sus hijos, amigos del trabajo. La vida es pereirana en femenino. No quería preguntarle para no distraerle sus embrujos.
Seis campanadas del reloj en la catedral, comenzaba una misa, salían los empleados municipales y observaba a sus contactos, le noté sus señales inquietas en sus músculos orbitarios.

¿Has visto el futuro ahí? O quizá tendrás jugadas en tu juego mental.
No. Tenme paciencia ahora. No quiero ver el futuro en esta hora y tampoco el juego. Solo descifro el movimiento de las fuerzas temerarias que mueven a mis enemigos, por dónde y hacia cuál meta ira su acción y qué podrían adivinar ellos en mí.
Y, cómo podrá encontrar señales en esta barajada tan desbarajustada. O qué dicen todos esos pasos afanados y lentos en la calle.
Son señales de mis días en un tiempo confuso, engañada está la tarde con este sol de octubre, me gustan los misterios del sol con aguacero. En la calle caminan y se lavan las huellas de esos pasos que determinan las razones de sus objetivos. Quiero adelantarme a lo que probablemente logren o no logren. Es el juego de mi pensamiento, los deseos de los más villanos se agitan en mi mente que delira mientras ellos estacionados tienen escampadero. Deseo cambiarles la pista entre los caminaderos de su vida.
En la calle y en oficinas se mueven los hampones, unos tienen sus armas y sus cuadrillas. Otros mueven las cuentas que compran y que roban, con ellos va y viene alguno que maneja el poder político y esa fuerza buena y mala o el oscilante. Quienes piensan se obnubilan y hablan tanto que sus palabras se enredan.
Mirá a aquel cachaco desgualetado tan jovencito, ese man tiene su piola, comanda la banda de la rockola.

Mi cuento es percibir los movimientos del dinero desde los bits de cada tecleo, los más precisos. Sus gestos los camuflan porque saben regularlos al son de sus intereses y caprichos. Los más guapos y elegantes, sin posar de notorios o poco dadivosos, generan redes que se movilizan como un anillo protector. Su simpatía descorre las cortinas de los desconfiados y hace poroso el vidrio antibalas de los más enemigos.
El capo sabe los trucos que hacen perceptibles los hallazgos donde está la prueba de las trampas de los otros. Eso le llega leve y suave entre la corriente de las conversaciones, hay palabras que sueltan cierto indicio de aquello que los demás ignoran, hay perfiles en las maneras como lo dicen.
Después con más preguntas se mueven hacia mí los hilos de las palabra ciertas, los por qué pulsan sentires y emociones; la tensión o la envidia, esa admiración o la pasión ambiciosa hacía quien corona un negocio torcido. A ese le alaban y rodean y entre las aguas de la clarividencia los otros me ponen en el anzuelo los símbolos que descifro con las cartas.
No son las cartas quienes me informan o me dan señales. Es mi intuición que, con el juego de las cartas, en ese espacio congelado y móvil cuando las barajo, ellas pican y estimulan mi intuición mientras se relajan mis emociones.
A veces esto es un zaguán oscuro y por ese laberinto intento encontrar a los aliados, a los enemigos o informantes. Le presento a sus santos y a sus dioses, las creencias que guían su camino tienen los parajes más perdidos por donde se refleja una revelación y las esperanzas de su fe. Esa luz me indica por donde debo moverme tras ellos y donde está su milagro.
Como en aquella ocasión cuando hallamos la red privada por donde circulaban las apuestas de los juegos del fútbol, todo ese incendio de pasiones y apuestas nos ocultaba el juego en el cual les quitamos más plata.
La crónica de la Calle del Tubo. Por Jhon Jairo Posada Castaño
Una respuesta a “Los juegos del capo”
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