Agustina habita en Tacaloa, ese lugar mental donde se vive lento entre un paisaje verde. Manuel se ha encerrado en un escenario imaginario por donde lo persigue un virus.
Tacaloa es un estilo de vida que transcurre entre los ritmos con que vibra cada parroquiano. Agustina cree estar en un espacio que no existe, lo indefinible y único es el tiempo para ella porque siente que habita en la burbuja donde su realidad relativa permanece en otro sentido del tiempo que no existe.

Agustina escucha cantos de turpiales y se calienta con un sol que dilata sus días y las horas; sus compañeros le protestan, a ellos afana el tic tac de los relojes; les acosan las cuentas que esfuman su salario y laboran apegados a una agenda de almanaque programado que rodean celebraciones envolventes.
Manuel la quiere enamorar mientras crítica porque la iglesia católica lo había encadenado con un imaginario de creencias; mientras tanto, las redes sociales lo asaltan con compromisos que le demandan la administración de una imagen atrayente, el ministro del culto al que asiste le acosa con las cuentas del diezmo. Arropado con el manto de la sociedad de consumo, las fechas muchas veces lo transforman en comprador compulsivo.
Agustina le reprocha: el tiempo es un invento largo para las ansiedades y se hace leve si vivimos para pisotear a los reyes. Se le burla porque él asiste al sindicato y grita.

Cuando el virus le hizo encerrar y confinarse, Manuel atrajo sus recuerdos y los metió en la relatividad de Galileo, se montó en un rayo de luz y se pensó de la mano de un Einstein viajero hacia la relatividad y lo indefinible, lo seguía entre su cama con cobija magnética en reposo.
Cierta mañana se sentía acorralado entre un bus que jamás correría como la luz, pero en esa situación viajera sentía pasar tras la ventana muchas cosas y lugares, su cuerpo seguía ahí, confinado bajo las cobijas en una irrealidad que, aunque se mueva parece quieta. Añoraba estar con Agustina, pero en su circunstancia ella ahora es apenas una niña.
Manuel decidió concentrarse en un pensamiento que circula constante hacia el futuro, sentía su mente loca sin tiempo ni distancias. Se confundió hacia la realidad inexistente y sin nada simultáneo y cuando abrió los ojos estaba en los tiempos de sus abuelos, Agustina no había nacido, ni siquiera sus padres. Escuchaba su palabreo de saberes: abuelos recién casados con creencias, experiencias y relatos desde un pasado europeo mediterráneo con sesgos al dominio del catolicismo y poderes de abolengos.
Tras las letanías que le golpeaban desde el rosario de la abuela, pensó en el virus que ahora solo era una ansiedad mental que le llegaba sin ataduras como la señal de una sabiduría que perdimos y la información genética de la proteína más mínima de lo más mínimo entre todos los mínimos. Presintió que el Covid 19 lo busca precisamente a él; y solo a él, porque las demás cosas que pasan son lo ilusorio. Observó el esqueleto del futuro con su fuerza y su enfermedad.

Quiso soñar entre la nada de la nada, al son de sí mismo y sin Agustina. No quería sentir esa ecuación mental de ahora, la concebía como ese mamarracho que le puso el cura en su frente un miércoles de ceniza, le incomodaba esa chapa en su piel y cuando se miro al espejo esa nada era un manchón de nada.
Entre su perplejidad en el pasado, observó a la abuela Carmen con don Malía Velázquez, aturdidos entre una borrasca del tres de mayo cuando se les apareció en El Congal un individuo muy mayor, lo reconocieron viejísimo y giboso, pero a la vez muy fuerte bajo su traje de sisal tejido con pelo de camello. Era un hijo del tiempo que no existe, lo llamaban “El Caminante”, venía desde dimensiones desconocidas del túnel que se traspasa entre una época y otra a través de los milenios.
Pensó en Agustina como imagen de un tiempo indefinible.
El Caminante parecía lento; también aseguraban que lo descargó un rayo en medio del potrero y se sacudió con un andar veloz, llegó a ellos y los saludó entre golpes de granizo. Lo observaron aterrados y Manuel también se sintió ahí. Lo siguió bajo un manto invisible de tiempo donde intentaba colocarse al lado de Agustina y presenció cuando el caminante se acercó a su abuela y Malía que observaron a un hombre totalmente seco que se sacudía el polvo de mil caminos.

Hijo de un tiempo relativo, el caminante anciano, mientras sacudía su capa de cansancios de los miles de sus años, los miró con su rostro de jovenzuelo. Según les dijo, había acumulado pavesa con ceniza y tierra entre cinco desiertos y seis erupciones volcánicas de los siglos distintos por donde había trajinado.
Manuel no pensó más en Agustina, se le había disuelto entre el polvo y el agua de los caminos de aquel personaje extraño; un caminante que había esfumado todos los viajes entre una traviesa por diez mil trochas con canalones y puentes rotos; que viajó desde otros continentes; que anduvo con pasos que flotaban en los mares desde la Tierra Santa, desde aquella calle donde Jesucristo lo condenó a ser un andariego eterno porque lo arreó con azotes desde el palacio de Pilatos hacia el Monte del Calvario.
Traía la soga con los nudos con que ataron las creencias quienes buscaron sus huellas en el camino hacia la cruz.
Manuel solo bebía agua con vinagre de mata en la mañana y jugo de naranja agria con jengibre por la noche, era incapaz de dormir. Se palmoteaba con un continuo estruendo tormentoso en la cabeza para espantar a sus fantasmas. Quería desterrar a todos los demonios desde La Divina Comedia y las narrativas de monjes medievales e ilustradas por pintores renombrados entre los tiempos del renacimiento, incluso a los seres malignos.
Manuel ahora se sentía como aquel caminante y quería que Agustina jamás lo llegase a conocer.
Los monstruos imaginarios más ignotos de todas las creencias los sacudían; tanto al caminante como a Manuel. Donde pasaban se les atravesaban y acosaban: Amón, Abdiel, Satanás con toda la nomenclatura de los demonios; les habían chupado sangre los vampiros y las divinidades oscuras de distintos lugares y religiones; los asediaron fantasmas de mil leyendas que bullían en sus oídos con los mitos indoamericanos. Incluso preveían cosas: Manuel comunicó al caminante que intuía a los demonios del futuro; el otro le aseveró, aunque le pidió callar, que andarían por rutas insospechadas como arrieros tras los virus y sus ejércitos de muertos vivientes; que enfrentarían a los tecno humanoides ancestrales que han sido invisibles e inexistentes entre los agujeros negros del espacio y girarían por todo el universo hasta la infinitud.

2 respuestas a “El confinado fabuloso”
Manuel en lo imaginario persigue un virus…
Me hace pensar poéticamente.
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Gracias poetas, me halaga su concepto. Agradecido
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