La lechuza de la torre de la iglesia se cagó en la palangana donde el sacristán recogía la limosna mientras loritos multicolores devoraban las últimas semillas en la palma botella de la plaza.
Llegaron las noticias, el agua se detuvo en la quebrada donde hace quinientos años habitó el cacique Nona, su torrente se adentró en la tierra de un momento a otro, comenzó a borbotear desde ese día cuando el alcaide autorizó a los concejales para poner en venta la madera del bosque donde brotaba el agua, y en todas las cañadas los buscadores de oro revolcaron la tierra, contaminaron las aguas con cianuro, removían las arenas y la floresta, los madereros descuajaban más y más los montes donde las iguanas desaparecían. Huyeron cantos de pechinegros, tángaras, jilgueros y azulejos. Cuarenta especies de pájaron se ausentaron en un verano largo.
El gavilán se había detenido en los relojes que no darían la hora.

El guardaparques notaba que los árboles estaban embrujados, las hojas perdían su peso y volaban hacia el cielo, no caían flores, se esfumaban en pavesa que se mecía en el aire y desprendía continuidades arañosas. Sus ojos secos ardían y le secaba un estertor de sed mientras la superficie terrestre se cuarteaba.
En la parte superior de las montañas despojadas de su bosque se abrían bocas sedientas, donde antes nacía el agua, las quebradas querían recuperarla desde su curso, el agua se devolvió y emprendió sus corrientes hacía las cimas donde sus bocas se la tragaban toda. Eran ríos hacia atrás en una noche con estrellas que se alejaban para dejar un cielo turbio de aguas sucias.

El cura párroco ordenó a los relojes detenidos que continuaran con su tiempo del calendario santo, el buho y el gavilán se lo negaron, notó que los árboles de mango de la plaza estaban embrujados, el níspero del patio lo eludía, sentía su repulsa, llamó al alcalde y al maestro que dormían, compartieron un almuerzo seco de arepa con ceniza y acordaron ir en comisión donde el obispo. En la orilla de la carretera vieron que colgaban de los árboles secos, pieles de animales cuyos espíritus sentían el paso de aquella comisión del clima.
El obispo declaró que los árboles estaban poseídos por los demonios y sus legiones, los naranjos y frutales por Lucifer, los platanales eran de Belial, las florestas de satanás, los árboles más antiguos del gran dragón, Jaldaboath y el dios negro se habían apoderado de las hierbas que alborotaban la lujuria porque pronto llegaría Azael con sus ángeles caídos para fornicar con las mujeres del poblado y dar origen a una raza de gigantes. Ante esa amenaza organizaron una procesión de rogativas y un ritual para ordenar a los demonios que se fueran de Marsella.

Seis días de rogativas con hogueras habían corrido, habían quemado leña de los últimos eucaliptos y camionados de guadua desde un cauce seco por donde corría el rio San Francisco, imploraban a Dios mientras el tiempo estaba ausente y se habían descontrolado los ritmos temporales del planeta, candeladas y humo generaban un manto de nubes con ceniza y la respiración tosía en los parroquianos que se negaban a morir.
El obispo rogaba para que Dios rectificara los ejes siderales y los recompusiera de aquel descarrilamiento ecológico causado por los pecados contra el orden natural, clamaba al cielo que giraba en una noche helada sin hielo y sin neblina.

Solo se oía el ruido de las bocas en la cabecera de las cuencas de los ríos, bebían agua, la extraían desde un aire revolcado en vientos secos y cuando se les agotaba de los suelos brotaba fuego. El obispo continuaba con sus rezos en latín y en medio de la misa ardió el altar mientras su leña hablaba sobre verdades que duraban mientras los últimos árboles se reventaban.
El pueblo era una masa de sedientos y moribundos a quienes la muerte les negaba su final.
En medio de todo el sufrimiento despertó Manuel Semilla, llamó a los niños para que buscaran todas las semillas que había escondido bajo piedras en los bosques de La Nona y las cimas del Alto del Nudo y Alto Cauca, hallaron pepitas de mil especies de árboles perdidos.
Los niños los sembraron, germinaban y solo a ellos les caían gotas del cielo, a los concejales que habían vendido el bosque les brotaban chamizos secos y fétidos en sus cuerpos, el campo reverdecía, cantaban los jilgueros y las tángaras, volvía la eufonía del pájaro amarillo, el croar de los anfibios en los charcos, los colibríes chupaban flores que llamaban a las abejas para que hicieran multiplicarse flores y simientes en el mundo.

3 respuestas a “Días de sequía”
Hola guillermo, es la mejor descripción histórica del Marsella actual, con su acelerado deterioro.
Un estilo nuevo ? Me gustan las figuras utilizadas, como si estuvieras viviendo el ahora de la Aldea.
Gracias por compartir.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gilberto. Son mis necias disquisiciones sobre una fastidiosa ética que a veces nos empuja las amenazas ambientales, la idea es hacer pensar e interrogarnos sobre la crísis de nuestros mundo cercano y tambíen en más allá donde vigilan los armados.
Me gustaMe gusta
Hay mucho que decir: En el poema veo las hojas y como las mece la noche. Magnífico.
…Y el relato. Puro realismo mágico. Me encanta como se escribe por es parte del mundo. Felicidades.
Me gustaMe gusta