Bomberos

Vivíamos junto al cuartel de los bomberos, cada noche el capitán Chepe supervisaba a su personal, en tiempo de cosecha cada noche era una fiesta. Para domesticar a los bebedores, programó un madrugón de entrenamiento con su primera máquina contraincendios, había muchos voluntarios a reemplazarlos, era un ejercicio para aprobar o sucumbir. Calmaban el guayabo con un rollo de manguera de ochenta metros para subirlo al hombro en tres minutos hacia la loma Milocheta, desenrollarlo y elevar el chorro a una altura comparable con las torres de la iglesia.

Aun adolescentes los Quiceno, armaron una palizada y montones de paja en la terraza de su casa, querían su propio incendio para hacerles la inocentada del año a los bomberos, las llamas se metieron en su misma casa y después del susto, Chepe Uribe con voz de capitán los hizo desfilar en calzoncillos con su manguera al hombro: —desenróllela y enróllela cien veces para que también aprendan a apagar incendios.
Renacuajos
Frente a mi casa fluía un caudal que bajaba de Milocheta, formaba un acuífero poblado de renacuajos que cogíamos para jugar con el agua de esa charca donde debía funcionar todo, lavaderos de ropa, bebedero de caballos asoleados y el baño de la policía a los borrachos.

Los niños Fernando y Martha querían ser pescadores y comieron renacuajos, consiguieron su diarrea con retortijones porque los renacuajos apostaban carreras para salir desde sus estómagos y mi abuelo los calmó con un purgante en efusión de manzanilla, menta y ajo macho.
Esa noche vivimos entre un sueño con renacuajos voladores que brotaban desde los ombligos de Marta y Fernando, nos apremiaban en una hilera infinita como píldoras de vida del doctor Ross y con esas cuentas infinitas de almanaque donde Mamá anotaba todos los días cuando nos hacía tomarlas, tras ellas venía más sueño con renacuajos para contar, muchos ya con paticas traseras y volaban bajo el encielado, se regresaban por entre una hendija de la puerta hacia su propia charca.
Pasé una noche entera haciendo estallar hojas de triquitraque para espantarlos y esperando ver salir un fantasma de renacuajo.
Piracho

En una esquina del acuífero vivía Piracho en una casa palafítica y destartalada que movía el viento, a esa morada mecedora entre el aire y el agua, se entraba por un tablón y ahí estaba él, buen conversador, nos entretenía verlo remendar zapatos, pulir plantillas de cuero, colocar entre suelas y remontar botas mientras contaba las últimas aventuras de Tarzán y Mandraque el Mago, había leído la guchinila o las tiras cómicas y aventuras del periódico El tiempo o La Patria del domingo, o comentaba una película Mexicana de El Santo, cuando aquel famoso luchador venció a la muerte en un combate inverosímil.
El Santo apresó a Ikú entre un manto de telarañas y nos mantuvo alelados con sus prolongaciones de ese cuento durante más de dos semanas, por esos días se prolongaron todos los sufrimientos de los desahuciados, moribundos con estertores infinitos, abaleados que caían y se vaciaban desangrados, pero estaban suspendidos en un túnel largo, su sangre manaba en hilos diminutos y se estiraba en un tiempo incapaz de trasladarlos a su final de sepulcro.

Piracho sudaba al entretenernos con su narrativa inverosímil, más allá de la película, su trabajo suspendido entre un espacio de embudo con tonos atrayentes de voces, llenaban el cuarto del taller, llegaban más oyentes y los soportes palafíticos de su rancho querían ceder hacia una tragedia que se resistía con aquellos momentos de suspenso, cuando su voz se adelgazaba en lapsos largos, sus palabras lo alivianaban todo, detenían a todos los relojes y Marsella se aleleba entre el marasmo de sus humos de cigarrillo hasta las dos de la tarde de aquel domingo, cuando, Piracho le ordenó al Santo liberar a la muerte, y tras ese desenlace, se prendió otro cigarrillo Pielroja y con su humareda en remolino retornaron los finales de la vida detenida que nos espantó a todos:-Estos guevones no compran ni una empanada.