
Ha perseguido mi existencia la «Colombia Amarga» que describe Germán Castro Caicedo en su libro de 1976, ese sentimiento me tomaba de la mano en mi niñez, me pegó cuando corrí entre las pedreas de liberales con conservadores en la Calle de La Pista en Marsella, aunque mi maestro hablaba de una Colombia verde y con riqueza, hermosa y soleada, con aires de verano y ventiscas de invierno, de la luna en el silencio de un verano que relumbra en las nieves del Tolima y o el páramo de Coconuco.
Otro tipo de ejemplar, un libro quemado, lo encontró mi sobrino cuando era comandante de Policías, en un lugar que los guerrilleros bombardearon con cilindros de gas. Un soldado policía fallecido lo tenía, aún ajado lo quería y lo hizo encuadernar.

Esa amargura contrastaba con un dulzor cuando don Jorge Jaramillo, me hablaba en el parque de los nevados, lo encontré aislado en un rancho de maderos antiguos, cuidaba las orillas del agua en un bosque de niebla, perseguía el aire solitario y alelado en la luz inmóvil del recuerdo de su madre, el agua de la lluvia nos meció en su casa hasta el amanecer, compartimos café, fríjoles, sal y tres libras de arroz y un par de quesos, hablamos de las verdades que están latentes en las cosas, ahí mismo entre mitos y caminos que pasan por La Colosa, no sé si ese nombre sea emulación de Cajamarca en el Perú, porque en ambos lados ha estado el mayor tesoro de América, acá es un lugar veredal donde la minera surafricana Anglo Gold Ashanti ubica un proyecto minero.

Luego me habló de El Machín, conocí con ese nombre una zona de Tolerancia en un pueblo de occidente, aquí es un cerro con tres anillos piroplásticos, el volcán dormido de Cajamarca, por ahí cruza el camino por donde baja Jaramillo a comprar la remesa cada dos meses; por ahí mismo, esa leyenda del oro alumbra, relámpagos señalan vetas ocultas, su gato nos escuchaba y alucinaba, nos hacía señales para seguir luces de cocuyos que entre la sombra alumbran a Jaramillo cuando nos cuenta que había huido de Chaparral, hombres armados lo quisieron asesinar porque sabía cosas que dejó con sus tres dedos ausentes y la fotografía de su hija asesinada. Seguimos la tiniebla de sus visiones, lo perseguían con venganzas de hombres que obligaban a las familias a sembrar la amapola por Rioblanco. Prefirió la soledad.
Hablé con Jaramillo del Oro de Cajamarca en el Perú y los tiempos del oro en Colombia, una locura alucinante que despertó cuando los europeos trajeron su cultura occidental que fundamenta en el valor del oro el respaldo de todas las riquezas, los curas beben su vino sagrado en copas con el fulgor de ese delirio místico, dicen que es sangre de Cristo.
Le recordé algo que encontré en el blog de Jordi Julián Corominas:
“La aniquilación de los Incas es el tema de El Oro de Cajamarca. El narrador es el caballero Domingo Sora Luce, quien cuenta la experiencia treinta años después en la calma de un convento donde se ha retirado hastiado, reconcomido por pretéritas acciones que quiere, pero no puede extirpar de su cerebro, imbuido del mal de 1532, cuando los españoles capitaneados por Francisco Pizarro terminaron con el esplendor de un sistema igualitario donde la pobreza era imposible porque el gobernante procuraba que sus posesiones fueran democráticas, quizá demasiado humanas.

Los incas no valoraban el oro, parte de una naturaleza común en la zona, y en cambio los recién llegados lo idolatraban como un maná caído del cielo. La confesión de este individuo a las órdenes del analfabeta comandante extremeño no le exime de sus pecados, aunque logra atenuar el dolor por lo perpetrado al aceptar el error cometido con Atahualpa, soberano generoso que tras ser apresado claudicó para salvar su vida aceptando todas las imposiciones de nuestros antepasados. Éstas consistían en llenar dos habitaciones con plata y oro hasta donde alcanzará su mano. El gobernante pidió permiso para movilizar a sus súbditos para que mandaran la mayor cantidad posible de metales preciosos, lo que hicieron con celeridad guiados por un hondo sentido del deber hacia su jefe quien, mientras tanto, atendía confiando en sus captores, obsesionados con la recompensa y la manera de traicionar el acuerdo”.

“Ese día Navona, bella por diseño y contenido, anunció la inminente edición de El oro de Cajamarca de Jakob Wassermann y pensé en una de sus obras, Golowin, donde narra relata el caos de la Guerra Civil rusa a partir de un viaje y una trascendental conversación entre cuatro paredes de un otrora lujoso hotel. Es una suerte tener sellos como el barcelonés. Recupera textos que tuvieron aceptación y que los años han sepultado en un injusto olvido. Wassermann fue considerado uno de los más brillantes narradores del panorama teutón de principios del Novecientos. Su desgracia fue ser judío, lo que implicaba no gozar con plenitud de su nacionalidad alemana, hecho que se agravó cuando Adolf Hitler subió al poder en 1933. Su condición de extraño en su propia tierra le llevó a interesarse por temas históricos donde la destrucción de una cultura predominante a manos de extranjeros exhibía la crueldad del devenir, ese río cambiante que erosiona, impredecible ruleta rusa con balas apuntando al poder para suplantarlo e instaurar órdenes desnaturalizados amantes de la codicia”.
Y seguí con Jaramillo, ya no quería dejarnos ir, nos retuvo con preguntas y más cuestiones, quería saber de ese mundo de la civilización perdida que había dejado desde hacía seis años. Sin noticias de la muerte, ni el tiempo de los relojes, ahora quería voces humanas, compañía, saberse conocido e importante en sus valores de ermitaño que intercepta las ondulaciones del clima y las vibraciones del viento en las alas del cóndor donde viajan los códigos sagrados de la vida, yo temía contaminarlo más con las noticias de la minería ilegal y la degradación de los ríos.
Esa misma amargura me la dejó pensada Narcisa Yela Yela, con su sabiduría elemental para estar al tanto del conflicto indescifrable, organizaba a las mujeres en Mallama -Nariño, donde fomentaba cultivos de pan coger, sufría por los campos llenos de coca y amapola y la minería aurífera no daba lugar a su huerta. Habló en voz baja y lenta hacia el patio de atrás en el caserío de Piedrancha, pidió ayuda para buscarle acogida en algún hogar seguro a su sobrina, la que habían llevado a la fuerza los muchachos del ELN, estaba deprimida, regresó cuando se quiso arrancar una pierna con una bala, sabia manejar las presiones para extraer el látex blanco y lechoso de las flores de amapola y esa droga narcótica la hacía notar con cansancio y somnolencia, aún así miraba atenta, las manos temblorosas por tanta tensión; así salió la niña, abrió la puerta de atrás de una cortina con mirada de esperanzas. Sentía la muerte tan cerca que la seguía en puntillas, Narcisa esparcía sal a su alrededor para que no la reconociera la pelona y ella no quería una ausencia entre peleas y balaceras.
Salí de Mallama, sentía una mirada que rondaba a la motocicleta que me sacó de allí y la sentí respirar tras el teléfono en Tuluá cuando le comuniqué a Narcisa una buena respuesta. La niña partió con su maleta cargada de neblina y una sola prenda, todo cuanto poseía se lo quemaron los muchachos, que no se ausentara era la orden, ella quemó el uniforme de guerrera, lavo una blusa y un pantalón con la lluvia que no cupo en su maleta. Me decía, estos señores por cada asesinato, cada muerte, cada tortura, hacían una parranda. Decían, vamos a borrar a alguien y esa persona desaparecía. Yo varias veces oí eso. Una tarde nombraron a Griselda y así lo hicieron, la mataron. Nombraron así a muchas personas, las mandaban a traer y las mataban. Me ha tocado vivir sucesos, cosas que no recuerdo, me las borró el miedo. Corrió mucha sangre en Puerto Colón y San Miguel – Putumayo. No podía mencionar la causa.
Regreso al relato de mi sobrino, el comandante de policía, cuando me mostró el interior de las páginas del libro de la “Colombia Amarga” cuyo lector guardaba y releía entre sus campañas, sacar de los ríos a mineros ilegales o bombardear laboratorios de coca. Releímos su libro, pero no era necesaria su letra, su sola imagen refleja esa Colombia Amarga.
4 respuestas a “Brillo de oro y amargura”
Don Guillermo su blog hace nombre al juego: grano rojo, porque se siente el color en sus notas, el olor, el sentimiento de lo narrado. Este texto me conmovió, me transportó a esa Colombia difícil de entre guerras e intereses. Muy gentil al compartirlo, y por supuesto, siga dando madera con sus texto, en el sentido de producción de calidad como esta y como las demás que vendrán. Saludos.
Me gustaMe gusta
Muy agradecido, muy agradecido, iré paso a paso con estos reencuentros con los pasos de ayer y esta vida que reverbera, como me decía Matus, un profesos lejano, cuando se miran los procesos de los pueblos, esas olas de la cultura, es mejor redundar y redundar porque cada ola trae cosas como en la mineria las pepitas de oro. .
Me gustaMe gusta
Fina escritura.
Me gustaMe gusta
Luis. Saludo desde Cali.
Me gustaMe gusta